Ha pasado tanto tiempo y sigues en el mismo lugar que, milagrosamente, apenas ha cambiado. Como si estuvieras esperándome, como si me echaras de menos. Quizás por esto he querido volver. Y lo hago temprano, cuando la ciudad aún duerme y, somnolientas, parpadean las persianas buscando los primeros rayos.
Sé que ellas nos observan; intuyo su presencia, aunque todavía no hayan desplegado las alas. Oigo su zureo y con su arrullo vuelvo a ser la niña que era:
—Mamá, papá, a la plaza de las palomitas, a darles de comer.
Nos arreglábamos con la ropa reservada para ese día. Qué guapa estaba mamá con su vestido de domingo. Y papá y mis hermanos y yo. Ya no hay festivos como los de entonces. Salíamos, íbamos a misa de once y después, paseando, a tu cita. Yo no paraba de insistir:
—Mamá, papá, a la plaza de las palomitas, a jugar con ellas.
Ha pasado tanto tiempo y tantas cosas… Cuentan que has sufrido mucho, que hubo unos años que gentes de mal vivir te tomaron por suya. Insensibles al llanto de tu fuente, incapaces de escuchar a las aves. Tampoco al latido agónico de tus ficus centenarios, convertidos, sin querer, en cómplices de los amores de pago.
Tranquila, ya pasó. Los pájaros planean su hermosura, sus cantos reemplazan antiguas reyertas y acompañan los juegos de otros niños. Ahora hay días que cobijas a pintores; otros, a amantes del baile que acarician tu cara con pasos de tango o pasodoble. También, terrazas bulliciosas que aprovechan tu belleza para atraer clientes a sus mesas. Dicen que todos los que crecieron contigo te frecuentan. A veces pienso que nuestra existencia es como una gran plaza redonda, no importa las vueltas que demos y lo lejos que vayamos, siempre volvemos al mismo punto de partida. En tu banco, sentada y protegida por la frondosa vegetación, contemplo como le cae a cántaros la música líquida a la aguadora. Las palomas, esquivas y juguetonas, le plantan cara a los pequeños. Y yo siento la vida al vuelo.
FIN
PLAZA GABRIEL MIRÓ. ALICANTE, ESPAÑA.
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