Nació llorando. Ninguna novedad. Pero continuó llorando los dos primeros años de su vida. No hubo médico que la familia dejara de consultar, virgen sin rezar, curanderas, velas y desvelos. Presentimiento, pensaron quizás.

Un día la abuela se secó las mejillas enrojecidas y descamadas. No volvió a llorar. Ni siquiera cuando su padre regresó de la Guerra Civil arrastrando sus cuarenta años sobre un palo, de cara al sol, rota la camisa azul, él también, roto y otro. Abril de 1939.

Algunos cazas Fiat CR-32 quedaron sobrevolando el puerto de Alicante; en la calle la mayoría hacía el saludo fascista, rosas y laureles adornaban los balcones de la clase media española. Al bisabuelo lo salvó la cartografía, otra forma de construir el mundo y de seguir buscando la libertad; mientras, la abuela cabalgaba en su pierna alejándose de los ecos del miedo.

Un día la bisabuela cerró las cortinas y apagó la luz. Fueron cubiertos los muebles con sábanas blancas, un día también blanco,  presagio del polvo que lentamente lo cubriría todo. Muerto el hijo de la noche, fue descolgada de la sala la bandera roja y negra.

Cada barco que llegaba al puerto de Montevideo resucitaba  las ruinas de la guerra  encerradas en un viejo baúl; sello de Miró, cartuchera para granadas, gorra, el Mauser 7mm., algunas fotografías. Pero ese día no había tiempo para la nostalgia,  había que preparar una torta de cumpleaños. 

La niña merendaba en el balcón, vigilando el de su vecino de enfrente. Un hilo colgaba de uno a otro y con una lata en cada extremo mantenían conversaciones secretas. Habían quedado de hablarse para jugar en la vereda y estaba impaciente. Si tardaban no verían pasar a las bailarinas con los moños tirantes, los pies apuntando hacia afuera y ese andar como flotando. Caía la tarde de un sábado caluroso. 18 de setiembre de 1971. Medianera mediante, el Auditorio Nacional se incendiaba.

Mudas bocas abiertas, gritos, humo. Los recuerdos son confusos y se mezclan con lo que me contaron. Toqué la pared, estaba caliente. Creo que derramé la leche y el teléfono quedó colgando en el vacío. Dicen que los vecinos corrían por los corredores hacia un refugio inexistente como si hubiesen escuchado una sirena de bombardeo. Cuando el techo del teatro se desplomó, Un Baile de Máscaras pareció continuar  su ensayo en el edificio de la calle Andes 1475.

Mamá suspiró y tomó mi mano libre, la otra aferraba el maletín escolar como si fuese un tesoro.  Bajamos lentamente los cuatro pisos por la escalera. Seguramente  yo llevaba los zapatos desanudados y tropezaba a cada paso. No paraba de llorar, supongo que pensaba en mi fiesta de cumpleaños.

Luego nos sentamos en el cordón de la vereda, ya sin apuro, a esperar que dominaran el fuego. Tiempo al tiempo, un día la bestia será vencida, dijo mamá. Eso sí lo recuerdo claramente.

FIN

ANDES 1475 – MONTEVIDEO – URUGUAY

 

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