El techo se acerca a mi cabeza. La ventana se hace más pequeña. La cocina viene hacia al salón. Me arrastro, repto, gateo. Alcanzo la puerta. Cruzo el umbral.
Afuera nada ha cambiado: los árboles conservan su tamaño; los coches mantienen sus proporciones; las farolas la altura correcta. Me miro. Voy en ropa interior. ¿Y qué? Es Agosto. Son las dos de la tarde. Hace mucho calor.
Una vecina me mira con asombro. Saludo. Responde dubitativa. Me vigila de reojo mientras se apresura a meterse en el portal. Siento su mirada en mi nuca. Y en mis nalgas.
En la esquina hay un centro de atención a drogodependientes. Cuatro toxicómanos están en la entrada, cerveza en mano. No me ven. Nunca lo hacen. Paso de largo y una mujer indigente, mulata, de unos cuarenta años, me habla:
– Eh, oye, ¿adónde vas así?
La conozco. Hace tiempo que montó sus cartones entre los setos de la plaza. Se sienta en un banco abrazada a un osito de peluche que tiene un gorro de Papá Noel y así pasa las horas. No pide, no bebe, solamente está ahí. Se quita la camiseta. No lleva sujetador. Comienza a sacarse los vaqueros. Me marcho.
Me detengo en un semáforo. ¿A qué estoy esperando? Doy el primer paso, luego el segundo. Un frenazo terrorífico suena a mi lado:
– ¿Está Usted loco?
Cruzo.
Bajo Bravo Murillo. Tropiezo con un punky y su perro.
– Colega, ¿necesitas ayuda?
– ¿Por qué la iba a necesitar?
– No sé, tienes pinta chunga.
– Es que mi casa ha encogido.
– Ah… Pues si que estás jodido, colega. Aunque tú al menos tienes casa.
En Cuatro Caminos un coche de la policía está parado en la rotonda. Continúo con la vista al frente. Me dispongo a cruzar pero una mano se posa sobre mi hombro. Me giro. Dos tipos con uniforme y gorra azul me retienen. Yo permanezco impertérrito.
– ¿Adónde va Usted?
– Pues eso mismo me preguntaba yo.
– Vaya, tenemos a un gracioso. ¿Usted se cree que se puede ir así por la calle?
– Así…, ¿cómo?
– En calzoncillos.
– ¿Y por qué no?
– Porque está prohibido.
– Ah, ¿si? Usted disculpe, no lo sabía.
Me sueltan. Aprovecho la oportunidad y de un único movimiento me los bajo.
– ¡Pues ya no los llevo!
Mientras escapo imagino mis calzoncillos abandonados como una cáscara de plátano en la acera. Miro hacia abajo y veo mi pene balanceándose de un lado a otro, al ritmo de mi carrera. Me entra la risa. Los dos policías vienen detrás. Me meto en la calzada. Por el rabillo del ojo veo que ambos se detienen para pensárselo. Ahora o nunca. Cruzo por el medio. Un coche trata de esquivarme. Oigo un estruendo, seguido de otro y otro más.Aguardo entre los setos de la rotonda. En medio de la confusión, me esfumo.
Quiero regresar a casa.
– ¡Las llaves!
Inspirado en Bravo Murillo
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