Entre humo de quemadas parvas de maíz, hacia un lado, y una llana alameda hacia el otro, se trazaba la calle del medio. Y en medio de esas puntas bajas y opuestas, un pico que marcaba un punto medio, como la corola de la rosa de los vientos. Sentado hoy en la oscuridad, de espaldas al pasado, declaro conocer de ese collar de casas, salvo una, todas. Alejado de la foto borrosa y borrada vuelvo a entrar en los jardines. Recorro las fachadas en zigzag, como el cartero. En el bajo, casas blancas, gemelamente medianeras con unas altas dalias que de niño ansié alcanzar. Otras fachadas recias me esperaban enfrente. A veces, puertas y ventanas cerradas, pero no trancadas, impedían ver el interior. Así las vi esa vez y así las veo aún. Una aparente jungla en la acera contraria, exhalaba humedad entre luces de otoño, baja y mortecina. Profundo cuadro con lisa piel de helechos y flecos de palmeras. Allí la moto, el aljibe, botellas pretendiendo ser macetas y un cansado cantar de sapos. Empezaban ahí las veredas embaldosadas, a cuadros, por cuyas canaletas el agua paseaba. Y relucía gastada la calle de adoquines, de granito pulido otrora por las vacas y el hierro de carretas. Trepaban a su ritmo varias casas pequeñas. La esquina con ochava exhalaba olor a cuero, frente a la más poderosa con vista doble y ventanas de fortín. Por la calle, con entrada de templo la escuela inhalaba dos veces por día una larga fila de niños que una vez absorbidos volvían a inundar con jolgorio las veredas. Por horas solo la calle vacía, salvo un par de mujeres flacas mirando una vitrina donde un reloj marcaba siempre la misma hora. En los interiores, a menudo, reina un sillón grande y dos poltronas, lámparas de pie y muebles para copas y platos. En una casa la mesa del comedor recibe en invierno invitados del más allá y vuelve luego a su rol de mesa de comedor con carpeta tejida. De noche el silencio se perdía entre la lluvia, la oscuridad de apagones impuestos por los setenta. A la una de la tarde no se veía a nadie, se escuchaba el ladrido y la radio clamando propagandas repetidas. Era gente de campo cuyo hijo estudiaba, sola razón de vida en la ciudad. Si las reveo, las otras casas eran algo modernas, unas con fachada de vidrios, piedra laja, madera y modernas cortinas corredizas. Los pisos de zaguanes muchas veces encerados brillaban en verano. Las raras gotas de lluvia allí se frenaban, inertes. Solo a eso de las once, y sin explicaciones, todo volvía a moverse. Miles de pares de ojos que por ahí pasaron, a otras horas, solo recuerdan la calle como un lomo gris de asfalto desvanecido desde las calles centrales, tan gris como el gris del lomo de un burro viejo. Sin mirar la otra parte, apagué la luz y entorné la puerta cancel.
Calle Maldonado, San Carlos, Uruguay
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