Y del cobalto del cielo ya no surgirían los rayos solares para iluminar la calle pues la decisión estaría tomada. Al cuerpo roto se le fundiría el alma que, deshecha, invocaría al vacío. El viento de la mies reseca caería era abajo, llamaría a la puerta de la vieja casa, pasaría entre las rendijas del balcón y desvelaría al pronto inerte. Él, ridículo espantajo, caería del lecho cual herpil de paja mojada, se arrastraría sin aliento codo a codo por el terrado de launa áspera, llegaría al vértigo del alero que le vería ascender a las estrellas cayendo al cemento de la calle de su alumbramiento. Liberaría un grito, quizás como aquel cuando vino al mundo, y la vida volvería de nuevo a la nada.

A madre el negro la vestiría de libertad, sin más ataderos que ese luto anhelado, cuesta abajo hacia el rezo en la iglesia cada domingo y cuesta arriba hacia la casa donde el miedo ya no sería cuidar al hijo desvalido sino el yeso frío de las paredes, llenas de sol y plantas. La vida se le detendría barriendo el polvo viejo de las esquinas. Y sería feliz. A padre el vino duro del bar le seguiría rasgando las entrañas mientras desgranara sus quejas de borracho solo. El mancaje seguiría destrozando sus resacas las mañanas de labor de un campo que nunca quiso pero que siempre tuvo, agrietándole las manos por no haber marchado. Ya no tendría que llorar al hijo inútil, vergüenza infinita. Y bebería aliviado.

María seguiría pintando picassos con sus caderas al ritmo de esa canción jamás acabada cuando paseara bajo el balcón abierto. Pero sus pasos serían más ligeros ahora que la mirada del vecino postrado no le ahogaría su alegría de soltera marchita y podría bajar a comprar el pan más sola que nunca. Y cantaría más. Don Carlos, antaño médico de mil partos y de aún más difuntos, hogaño pálida figura sin más tribulación que el alzheimer, echaría de menos las tardes de verano de aquel huerto en las que atendía las llagas del joven paralítico. Y lo olvidaría todo.

Amigos no habría en la última hora en la que la puerta abriera paso a la caja de pino pobre. No quedaron ya al tercer día del accidente y no volverían para meterlo en el nicho reservado para cerner los huesos paternos.

Ya no habría nada y nada sería exactamente todo lo que habría.

FIN

CALLE CASTILLO, YEGEN, GRANADA

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