“Son cuestiones que no aparecen reflejadas en las estadísticas pero por lo general en los pueblos, aunque no falte quien te meta una puñalada trapera si la ocasión se presenta, históricamente, hemos sabido alegrarnos la vida los unos a los otros; nadie en un pueblo puede decir que le han faltado un par de huevos en el plato porque en los pueblos hay más gallinas que personas, y, por consiguiente, sobran huevos para repartir”. En ese orden de cosas andaban mis pensamientos cuando uno de ellos se detuvo en aquel alcalde que me alegró el día grande de las fiestas patronales, y como a mí, a todos los vecinos que ocupaban entusiasmados cada rincón de aquellas calles, esperando para disfrutar de la algarabía por la explosión modernista que por fin nos llegaba.
Fue en el 73, o en el 74, y yo, a mis doce años, en pijama y poniéndome ciego de churros con chocolate, en la calle más recta, desde el privilegiado balcón de la casa familiar y con el mejor ángulo de visión de todas las del pueblo, iba a deleitarme con un espectáculo sin par; se había programado el desfile de una comparsa de majorettes que venía revolviendo las fiestas veraniegas de aquella comarca de boinas, arados y «cuarterones» en la que crecí; estábamos entusiasmados, sin excepción.
! Ya vienen las majorettes! ! Ya vienen las majorettes!
Lo que yo no sabía era que, debido a la escasez presupuestaria de la comisión de festejos, solo se pudo contratar a tres joviales majorettes. Eso sí, envueltas en corsés de dudosa utilidad pero de un demoledor efecto visual. Las tres bamboleaban su destreza al viento con unos bastones coloridos como banderillas de albero, al compás de los acordes de la Banda Municipal.
!Ya pasan las majorettes! !Ya pasan las majorettes!
Hubo revuelo y cierta algarabía entre los presentes por la racanería de la administración a la hora de contratar pero sobre todo porque una de las tres, a juzgar por lo abultado de su refajo, se encontraba en los descuentos para dar a luz. Esta circunstancia le impedía ejercer su papel en el desfile como a ella le hubiera gustado, aunque los espectadores fueron solidarios -le animaban como a una heroína en apuros- con el empeño que la muchacha ponía en seguir el compás de sus compañeras y la expresión de dolor insufrible que reflejaba su rostro en cada ocasión que flexionaba una rodilla y la llevaba hasta la espectacular balconada que suponían sus pechos henchidos de alimento infantil luchando por liberarse del corsé; lo cierto es que tanto la comparsa festiva como las glándulas mamarias de la preñada se convirtieron en un hito inolvidable que quedó impreso en la memoria histórica de los habitantes de aquella comarca, en mis convecinos de entonces y en mi propio baúl de veniales perversiones que, aún hoy, tras una cuarentena de años, todavía aparece en mis sueños. Con tal persistencia que bauticé aquel día como el que me masturbé por primera vez.
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