Ciertos recuerdos son como amigos comunes, saben hacer reconciliaciones.
Marcel Proust
“Quédamos el miércoles a las 15 en Calle de la Bola 11, Espérame enfrente del portal. Juan”.
Ese día llegó tan pronto, que ni siquiera me dió tiempo a pensar, pero allí estaba yo, camino a la cita. Saqué mis gafas de sol, mientras salía de la boca del metro de Santo Domingo. Desde lejos reconocì a Juan, estaba apoyado en la pared en busca de un poco de sombra en aquella cálurosa tarde de finales de marzo. Era un chico joven y con aíre desorientado. Nos presentámos y a continuación sacó unas llaves del bolsillo de su elegante traje gris. Abrió una vieja puerta de madera y entramos. Había dos accesos a los pisos. Le dije con confianza, que habìa que entrar por el patio. Me miró sorprendido y me dejó pasar. Subímos una estrecha y empinada escalera hasta la tercera y última planta.
“Siéntate. Pero antés, déjame comentarte un par de cositas y luego te enseño las habitaciones.”
La única ventana de la casa, se asomaba al patio interior negando cualquier tipo de privacidad. El salón estaba medio vacío, pero seguía colgado aquel poster de Breaking Bad, con Heisemberg vigilando serio détras de sus gafas oscuras. El sofá estaba roto y sucio, al verlo, Juan se dió prisa en explicarme que el dueño tenía pensado cambiar los muebles para darle un toque más moderno a la casa. Estoy segura que en ese momento, desde fuera, me parecía mucho a una mujer de Hopper. Debía de tener un aíre tan absorto y melancólico, que Juan se quedó callado y tuvo la delicadeza de sacar su agenda, fingiendo apuntar algo urgente para concederme intimidad. Ya no estaba allí con él, si no fisícamente.
No habría tenido otra ocasión de entrar al piso, si no fuera por aquel anuncio de alquiler, con el que me había topado casualmente unos días antes. Entre esas cuatro paredes desnudas, hacía un año que me había despedido de Stefano para siempre. Recuerdo cómo en aquel lugar, tuvimos una éfimera sensación de felicidad. Luego llegó la inesperada noticia de su mudanza a EEUU. Ni siquiera lo intentamos, ya se había roto algo entre nosotros. Tan lejos de mi le esperaba otra vida y con ella el reconocimiento de su homosexualidad: ahora el fúturo de Stefano, tenía el exótico nombre de Nick.
Parecerá una tontería pero llevaba tiempo necesitando volver allí para despedirme por una vez de nuestros fantasmas. En ese momento, los ví flotando por el aíre polvoriento de aquella casa y de mi alma. Adiós Stefano, adiós Elisa. Esta vez para siempre.
“No me convence el piso, es demasiado pequeño y casi no entra luz. Muchas gracias de todos modos Juan.”
Este me dió la mano y sin entender nada, se quedó esperando la siguiente visita.
Salí a la calle lígera y con una sensación rara, casi de embriaguez. Y subí hacia Gran Via, lista para disfrutar de la incipiente primavera madrileña.
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