La adorable señora Lola se levanta cada mañana antes de las siete. Desde su ventana, escondida tras la cortina, observa cómo Gabriel, marido de Manuela y padre de tres hijos, coge su motocicleta para ir a trabajar. Tiene treinta y tantos años, pero pasar tantas horas en la obra le han hecho envejecer demasiado deprisa.
A las ocho y veinticuatro, Daniela sale del portal de la esquina con sus dos hijas. Es el primer día de colegio de la pequeña Verónica. La señora Lola sale y, con una sonrisa desdentada, les regala unos cuantos caramelos, para que las niñas cuenten en el colegio qué adorable es su anciana vecina.
Más tarde, a las once y dieciséis, llega Khaled, el butanero. Entra directo a casa de Manuela, y a través de las cortinas, pueden adivinarse sus siluetas retozando como animales en celo. Pero la señora Lola no dice nada, tan sólo mira, porque no es una chivata. Es la señora más entrañable del vecindario.
Mientras todo el barrio vuelve a casa para comer, Lola sigue en la ventana, observando a los rezagados que llegan tarde a su hogar. A estas horas, pocas cosas pasan, pero Lola nunca abandona su puesto de control. Si se mueve, podría perderse la escena más emocionante del día, del mes, del año. Incluso de su vida.
Por la tarde, siempre pasa alguna vecina pesada por casa, e insiste en que salga a dar un paseo, a que le dé el aire, a estirar las piernas. La mayoría de la gente del barrio la adora, y tienen devoción por ella. Se preocupan por su bienestar, por su salud. Es tan entrañable, tan querida… Pero Lola no quiere salir, porque la noche está demasiado cerca, y tiene que prepararse, así que inventa alguna escusa absurda para que le dejen en paz.
Cuando sale la luna, y el vecino del 4-B apaga la televisión, la señora Lola sale a la calle, a su querida calle. Recorre los buzones para romper las cartas del banco y dejar notas anónimas, raja delicadamente las ruedas de la motocicleta de Gabriel, silicona la cerradura de la vecina pesada que vino a buscarla, envenena a la gata que la pequeña Verónica tanto adora, decora la fachada de Manuela con un gran «puta». La calle es suya, y está hecha a su antojo. Es el momento que más le gusta del día. Mañana habrá un espectáculo nuevo que contemplar desde la ventana…
Maldita señora Lola.
FIN
CALLE IBÈRIA, BARCELONA
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