D. Mario Buenafuente y su esposa Margarita se mudaron a la casa de al lado, en la calle Pintor Parrilla, número 14 de Alicante, un 14 de abril de 1975.

D. Mario era militar jubilado, y cojo de una pierna que perdió en la guerra. Llevaba una postiza, y andaba siempre agarrado a su bastón. Tenía muy mal carácter; tal era así, que mi abuela le apodó el cascarrabias, por cómo se las gastaba con la gente. Su esposa era bajita, pelirroja y con el pelo rizado. Vestía con cierta elegancia; en invierno cuando el frío arreciaba, salía a la calle con un abrigo de visón color canela; y en verano, solía ponerse una enorme pamela en la cabeza, que le cubría casi toda la cara. Tenía la tez muy blanca y con pecas.

Yo tenía por aquél entonces 15 años y a pesar de que era una adolescente, me fijaba mucho en las personas que me rodeaban. Los nuevos vecinos eran para mí, cuanto menos, intrigantes. En las tórridas noches de verano, les escuchaba discutir, pues justo la ventana de mi dormitorio daba a la de ellos. El cascarrabias solía vociferar a la pobre de su esposa cosas tales como:

           – ¡Estúpida! ¿Es que acaso no ves que no tengo fuerzas para quitarme la pierna? ¡Mira que eres ceporra!

En el silencio de la noche, se escuchaban sus insultos, y el canto de alguna chicharra, que con el calor, dejaba sentir su presencia en la calle.

Algunos días me asomaba a la ventana para observar a Margarita. A veces escuchaba su lloriqueo incesante. Me entristecía que llorase. Me gustaba mirarla cómo cortaba las rosas que tenía en su cuidado jardín. La calle adquirió un color especial desde que ella se mudó a vivir allí.

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Mi abuela me llamaba al orden de vez en cuando, sobre todo cuando le preguntaba por qué lloraba Margarita.

-¿Por qué siempre está llorando la vecina, abuela?

-Deja de cotillear, a los vecinos no se les debe molestar. Pareces una portera.

Yo callaba, aunque en mi interior sabía la respuesta. El cascarrabias siempre se hacía notar en la calle por los insultos a su esposa. Ella, de vez en cuando, se quitaba sus miedos y salía al jardín a cortar rosas. Me regalaba algunas para que adornara mi habitación, pues se hizo muy amiga mía; o yo de ella, según se mire. Yo también la obsequiaba con manzanas de un manzano que teníamos en nuestro jardín. Hablaba con ella, y ella me sonreía; solo durante unos minutos parecía que dejaba de llorar y se mostraba feliz.

CALLE PINTOR PARRILLA (BARRIO CIUDAD JARDÍN) ALICANTE

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