Con ojos de gaviota mi calle es un apetitoso bizcocho recubierto de nata, coronado con una fina capa de chocolate con leche y salpicado de gominolas rosas, verdes, amarillas, lilas…

Pero para mis ojos de seis años es verdiblanco o  blanco y azul o verde, blanco y negro o morada o tiene cuatro barras rojas y gualdas. Yo sí puedo percibir que está llena de ruidos mestizos; de vocablos traídos en el baúl del exilio que cobran vida y que se reproducen fuera de sus cunas; de tubos de escape siempre desajustados del seiscientos del padre de Maruja, del Gordini del señor Simón o de la Lambretta de mi padre. En mi calle conocí las interioridades de cualquier ingenio mecánico que sin ningún pudor se exhibían los domingos en medio de un corro de señores armados con llaves inglesas, destornilladores, una cerveza…

Si alguna gaviota hubiese picoteado algún trozo de aquel bizcocho se habría empachado, sin duda alguna, de solidaridad.

Puede que fuesen las lentillas que devolvieron a mi mirada miope una pizca de agudeza visual, pero a mis quince años aquella calle había dejado de ser apetitosa a los ojos de una gaviota y desoladoramente uniforme a los míos. El asfalto había tapado al bizcocho y los encalados se habían convertido en la excepción. No había autopsias de motores los domingos, no se compartían ni herramientas ni cervezas y las puertas solo se abrían para cruzarlas. No escuchaba aquellas voces y los coches y las motos iban regularmente al mecánico. Incluso las gominolas escaseaban puesto que las terrazas habían desterrado a los jardines.

Lo comprendí después. Lo comprendí cuando amplié mis calles, cuando llevé mis vocablos a otras tierras. Mi CALLE, mi universo infantil, mi infancia misma habían quedado sepultados por el aislamiento y la exclusión. Dejó de ser mi hogar para convertirse en el lugar donde moraba.

                             FIN

Paseo Urrutia (Barcelona)

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