La vieja que fumaba en pipa

La vieja que fumaba en pipa

Vista desde el Altozano, mi calle era una sucesión de casas encaladas, balcones enrejados pintados de verde, persianas de varillas que, en verano, sólo se enrollaban al anochecer para que entrara el fresco, vecinas que entraban y salían de casas propias y ajenas, llevando y trayendo pucheros, recados, labores de costura o remedios caseros para algún mal. La familiaridad de aquellas idas y venidas transformaba la calle en casa, y las casas, en diferentes habitaciones de una gran vivienda común. Desde bien temprano, la música de mi calle la interpretaban los chiquillos con sus juegos a voces, obligados por sus madres a jugar afuera hasta la hora de comer, y retenidos luego en la penumbra de cada dormitorio hasta que la inclemencia del agosto sevillano se debilitara al caer la tarde.  

En la esquina última de mi calle vivía una anciana extranjera que no compartía ni las rutinas ni nuestras costumbres andaluzas. Nunca llegué a saber su nacionalidad, porque en mi casa, mencionar a aquella extravagante señora era poco menos que motivo de excomunión. Mis padres me tenían prohibido pasar por delante de su puerta sin tomar la precaución de cambiar antes de acera -hasta ese extremo llegaban los temores por la amenaza de lo diferente-, y supongo que habrían desfallecido de saber que yo frecuentaba el interior de aquella casa con bastante asiduidad.

Y es que todo en su inquilina me resultaba intrigante y aquella puerta entornada, protegida por una gruesa y oscura cortina que impedía ver el interior,  me atraía como un reclamo de sirenas al que no podía resistirme. Disfrutaba imaginando qué extraños derroteros la habían hecho acabar en un barrio marinero como el nuestro, sola, con la única compañía de un gato blanco de angora al que ella llamaba Rasputín. Jamás entendí una sola de sus palabras, pero no sé cómo, me las ingenié para saber que había huido de algo, perdido un amor en el camino, y que después de aquello, cualquier rincón del mundo le pareció bueno para echar el ancla.

Mis visitas siempre se desarrollaban de la misma forma:  yo me deslizaba al interior, silenciosa como un ladrón, y me sentaba en el suelo con las piernas cruzadas a observarla, los ojos como platos, cómo se mecía en una butaca desvencijada, mientras su voz ronca y exótica me relataba historias que no comprendía. A veces, la veía ocultar la emoción que asomaba a sus ojos glaucos detrás del humo de su pipa, que cómplice, se quedaba flotando en el aire largo rato, antes de desvanecerse. Cuando me marchaba, asomaba mi cabeza desobediente por la cortina, para asegurarme de no ser vista, antes de lanzarme a la carrera calle abajo con la palabra culpable tatuada en la frente y el corazón bombeando en mi pecho, con el ritmo desbocado de la emoción por el delito.

Aquella mujer murió sola, ajena a una calle rebosante de vida, que le fue siempre extraña.

FIN

C/PUREZA (SEVILLA)

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