Después de ocho meses de retraso en la entrega, comenzamos a vivir en esta casa y este nuevo barrio hace 18 años. Un barrio residencial del este de Madrid, en el que había más bancos que tiendas. Ahora tras la crisis hay menos bancos, más bares, y de tiendas seguimos escasos.

Los vecinos nos fuimos presentando según llegamos, no tanto por educación como por la necesidad de saber si la constructora había cumplido con las expectativas en cada una de nuestras viviendas, lo que hizo que se establecieran relaciones que en mi domicilio anterior no hubo, relaciones que han ido variando a lo largo de los años.

Al poco de llegar comenzamos a oír gritos que con el paso del tiempo se transformaron en insultos, sollozos, reproches, golpes de objetos al caer, carreras. Todo lo oíamos con gran nitidez a pesar de vivir dos pisos más abajo (los del tercero estaban hartos, pero solo se quejaban). La situación se hizo evidente para todos cuando la niña comenzó a salir aullando por la escalera. Decidí llamar a la policía: no sabía si la niña maltrataba a los padres o los padres a la niña o era un todos contra todos. Además mis hijos sentían mucho miedo al oír semejante escándalo. Tras la policía llegó el 112 con sus sirenas destrozando el silencio apacible de nuestra calle. Después los servicios médicos vinieron muchas veces, entonces los gritos y golpes disminuían lentamente hasta enmudecer. La niña ya es universitaria, coincide con mi hijo en la universidad Carlos III de Leganés, ella hace Biomedicina, él está terminando Telecomunicaciones. Aún, de vez en cuando, oímos gritos e insultos. Les cuesta dar los buenos días.

En diciembre del 2008 mis vecinos del primero perdieron a su hijo cuando éste estaba en Italia de Erasmus. Recuerdo que esa tarde, según entraba al garaje,  vi al portero llorar, bajé del coche para ver que le ocurría y me dio la noticia. Subí a casa temblando. Tardaron días en incinerarlo: tuvieron que ir reconocer el cadáver, pelear con la burocracia italiana y la española, esperar en su casa días interminables, en los que compraron un perrito con el que distraer al dolor,  hasta repatriarlo. Un negro y espeso silencio se apoderó del edificio durante esos días. Del aeropuerto fueron directamente al crematorio de La Almudena, nevaba. No fui capaz de ir, mi padre había fallecido en agosto, me fallaban las fuerzas.

La hija, hasta entonces bastante antipática, con la muerte de su hermano se ha vuelto amable, los padres a pesar de todo han vuelto a sonreír, y el perro ladra y ladra. Nunca he bajado a quejarme; mis hijos dicen que es porque me dan pena…  Sí, mucha.

FIN

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