-Termínate la leche de una vez, anda.
La niña, de encantadora lengua de trapo, aferra en una mano un cromo sucio y medio roto de Heidi mientras con la otra empuja el tazón alejándolo de si.
– Mamá, no «quero» más.
Pero su madre, distraída en alimentar de carbón la vieja cocina económica, no la escucha. La radio emite la sintonía estridente del noticiario y la mujer gira al alza la ruleta del volumen. Hace pocos días Don Juan renunció a sus derechos dinásticos, Franco cada día está más avejentado. Quién sabe que podría pasar hoy.
En ese momento suena el timbre.
-Espérame aquí sin moverte. Y bébete la leche.
Es la tía Elvira. Ya se la oye taconear por el pasillo.
– Está en la cocina desayunando- escucha decir a su madre – ¿Quieres un café, Elvirita?
– Por Dios deja de llamarme así, Elena. Pero si, gracias, ponme uno con mucha leche.
La tía Elvira entra en la cocina, coge a la niña en sus brazos y la cubre de besos.
– ¿Y cómo está mi niña? ¿Qué tal ha dormido mi nenita?
– No veo la hora de que empiece a ir al colegio. Llevamos aquí media mañana. No me deja hacer nada. – dice la madre con hastío en la voz.
– No «quero» más, tía- dice la niña mientras trata de zafarse del abrazo de su tía y de las manchas que su carmín le deja en la cara.
-Y para colmo otra vez han entrado gatos en la galería- se queja Elena- anoche tuve que fregar la porquería que dejaron. Yo no sé cómo consiguen entrar.
– Gatito bonito, miau- gorjea la niña.
-Sí, precioso-ríe Elvira.
-Tenemos una plaga con esos malditos gatos. Esto nos pasa porque el patio da a los tejados de toda la manzana. Si este piso fuera exterior otro gallo nos cantaría.
-Si este piso fuera exterior sólo tendrías un balcón raquítico y no esa hermosura de patio – réplica Elvira, con el tono de quien dice algo mil veces repetido.
La mañana se pasa entre juegos al sol, en el hermoso patio flanqueado de jardineras. La tía Elvira comprueba los progresos de la nena con el triciclo y más tarde le da de comer cuando, mimosa, se niega a coger la cuchara.
El olor del café y el tintineo de tazas en el salón despiertan a la niña de su siesta. Con la primera picardía de sus tres años trepa y se desliza fuera de la cuna, en la que aún le gusta dormir, y camina silenciosa hasta la cocina. Encima de la lavadora, en la galería, se enfría la masa de croquetas que su madre ha cocinado. Y en la ventana, dos gatos flacos, negro y atigrado, la miran con sus ojos de ámbar magnético a través del cristal. Las manitas infantiles forcejean con el picaporte y la niña abre la puerta. Se aparta para dejar pasar a los altivos mínimos y sonríe.
-Gatitos, guapos.
CALLE RENEDO, VALLADOLID
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