– Aquí, aparcado.

Como todas las tardes, me depositaba en el mismo lugar, en un escorzo raro que me posibilitaba ver por mi derecha la televisión, que dejaba encendida con un volumen desmesurado, y la calle y su ajetreo perpetuo por mi izquierda. 

Desde el accidente tuvimos que mudarnos a un bajo habilitado para la silla de ruedas, y ésta fue la mejor casa que encontró. Desde mi posición podía ver los coches pasar, la gente que se sentaba en las mesas que el Bar Amanda disponía al aire libre, (incluso cuando éste mudaba a desapacible), una tienda para reparar calzado y copiar llaves, y la mitad de una floristería que regentaba Néstor, un simpático vecino que tenía las orquídeas más bonitas de todo Madrid.

Me había convertido en un estorbo. En un mueble rancio e inútil. Pese a mi imposibilidad motriz y comunicativa, era consciente de lo que producía mi estado en ella: la oía sollozar alguna vez en nuestra cama, incluso comentar algo para sí que no me dejaba muy bien parado. El amor había tornado en pena, y la pena en dolor, y el dolor en asco, y el asco en rabia, y la rabia en culpabilidad, para traer de nuevo el funesto sabor de la amargura. Por eso, cada tarde, después de darme la merienda y verla salir con su gracejo habitual, con ese andar liviano, llamando la atención de todo el que la cruzaba, no podía sentir sino alivio, un desahogo por ver a una joven haciendo las cosas que se hacen a su edad, y no atendiendo a esto en lo que me había convertido. 

Solía sentarse a la mesa del «Amanda» con alguna amiga, y yo la veía comportarse jocunda, jovial, como hacía conmigo cuando podíamos salir a tomar algo, e imaginaba que era yo el que estaba sentado frente a ella, y la hacía reír, como acostumbraba a hacerlo siempre.

¿Cuánto podría aguantar así, ejerciendo de celadora de una pareja que no se comportaba como tal? ¿Cuánto tardaría en llegarle la llamada del deseo de otra carne, más vigorosa y ardiente, que la rosada e inerte que se empeñaba en limpiar cada día? Eran preguntas que me asaltaban cuando la veía hablando con otro hombre, con amigos o residentes desconocidos para mí. Hubiera dado cualquier cosa por poder hablar, siquiera por unos segundos, y animarla a hacerlo, a recorrer otro sexo con sus manos frágiles, a besar otra boca.

Aquel día tardó más de lo normal en regresar. La había visto partir por la acera del bar, con un vestido estampado que dejaba ver sus muslos a cada paso, con cada bamboleo. Debí quedarme dormido, siempre lo hacía, incluso con el volumen excesivo del televisor. Hasta que oí la puerta y pude sentir su presencia en mi espalda. Cuando se acercó a darme un beso, una lágrima resbaló hasta mi boca y el sabor a sal se mezcló con un olor a orquídea que inundó toda la estancia.

                                          FIN

Calle Argumosa, Madrid.

la_foto_1_(1)1.JPG

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS

comments powered by Disqus