im2.jpgTodas las noches volvía sola, por esa calle, salía de la estación del metro, cruzaba el parque y subía la larga escalera que la llevaba a su casa.im6.jpg

Todos los días eran iguales, quitando el frío, la lluvia o el calor  según la temporada. Aunque notaba el cansancio se sentía bien porque por fin podía dormir y sin pesadillas, cosa que cuando trabajaba por las mañanas le era bastante difícil y solo por eso pensaba que el turno de noche merecía la pena.

El nuevo empleo le había dado una pequeña estabilidad económica que antes no tenía; era una posibilidad de salir adelante, con lo justo, pero adelante.

Aunque su cuerpo estuviese muy cansado se consideraba muy afortunada. En todo el trayecto en metro desde su casa al trabajo leía o simplemente miraba a la gente a su alrededor, escuchaba a los músicos callejeros que entraban a tocar en los vagones, una y otra vez con las mismas canciones, oía las peticiones de limosna con la pena en el corazón. Cuando podía daba algo, hambre por doquier ….esto le angustiaba y a veces le cabreaba al mismo tiempo, sólo quería coger el puto metro en paz, sin mendigos, sin canciones y sobretodo sin borrachos en el vagón. Al momento de pensarlo se arrepentía

¿No tenía la gente derecho a emborracharse, a mendigar, a ser triste o a cantar canciones? Que ella estuviese cansada no era culpa de esa gente desde luego 

.

Lo que si le encantaba de todo el trayecto, sobretodo de la vuelta era aquel pequeño paseito , desde la boca del metro a su casa, respiraba el aire puro sin mal olores del metro y del olor a fritanga que desprendía su persona en sitios cerrados, un ratito de libertad para pensar, desconectar antes de volver, dormirse y empezar otra vez la rutina de cada día.

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En la escalera que la llevaba a su casa solían sentarse unos gatitos y le gustaba pararse a mirarles un rato. ¡Qué guapos, que curiosos, que libres!

Una noche, al volver no demasiado cansada y con la mente despejada, se percató que cada día había más, y cogió la costumbre de sentarse un buen rato con ellos, al principio no se acercaban demasiado , pero con el tiempo cogieron confianza con ella y el numero de animalitos crecía. Gatos por todas partes, de todos los colores y tamaño, el más guapo era una gata muy grande, gris con ojos color ámbar. Ella la llamaba la jefa.

Estar en su compañía la hacía sentir bien. Pero cuanto más se acercaba a los gatos, más odiaba a las personas, ya no soportaba a la gente en el metro, sus caras, sus palabras, su falta de educación.

Multitudes de muertos en vida, esclavos de un trabajo mediocre.

Se alejó tanto de la realidad que fue despedida pero se sintió libre.

Murió en una fría noche de diciembre, en esa escalera, con la jefa en su regazo, por esa calle.

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