Viernes 31 de mayo de 1974, 5 de la tarde. Mi amigo Luis siempre sonríe, es la alegría personificada, pero hoy más porque es viernes, y como todos los viernes, salimos de clase eufóricos y acelerados.
– ¿Dónde quedamos, en tu calle o en la mía? – me dice.
– Te echo una carrera hasta tu portal, el que pierda le toca ir a la calle del otro – contesto yo
– ¡Venga!… Preparados, listos, ¡ya!
Casi siempre gana él, pero hoy he ganado yo. Exhaustos como estamos, e incluso habiendo perdido la carrera, sigue sonriendo Luis mientras me dice que sube la cartera, que coge la bici y que va para mi calle. De acuerdo, hasta luego, le digo.
Hay cosas y hay momentos que a uno se le quedan grabados en la memoria de forma indeleble. Y lo que a mí se me quedó grabado de aquella tarde a aquella hora, no 10 minutos antes ni después, sino justo a aquella hora cuando Luis y yo nos estábamos despidiendo, son dos cosas. La primera, que fui plenamente consciente del olor a primavera. No un olor concreto a flores, ni a los cercanos campos de cebada que había en aquel año 1974 entre los madrileños barrios de Vicálvaro y Moratalaz, quién lo diría. Nada concreto, porque el olor a primavera es algo que se percibe con varios sentidos, no solo con el olfato. La segunda cosa que se me quedó grabada de aquel momento es que algo iba mal. Algo estábamos haciendo mal Luis y yo. Sin embargo, cuando tienes 9 años es difícil prestar atención a este tipo de avisos impertinentes e inesperados, porque prevalece más la felicidad del momento junto a tu amigo, del momento actual y del inmediato, que cualquier mala sensación que te llega de no sabes dónde. Pero… ah. El subconsciente es como es, y aunque ignores ese mal pálpito en aquel momento y vayas a casa a por la bici corriendo como alma que lleva el diablo, él, tu subconsciente, toma buena nota de ello para recordártelo después. Por eso no me sorprendió cuando salí del portal y vi al final de mi calle un tumulto de gente, rodeando un cuerpo tumbado en el suelo, y tampoco me sorprendió ver una bicicleta al lado destrozada por un camión. Y aunque iba diciéndome a mí mismo que no, que no, que no… mientras corría como un desesperado, yo sabía que sí. No me sorprendió porque mi subconsciente, que había tomado nota del mal pálpito, me lo estaba recordando, me estaba gritando a voces que nunca debí ganar aquella carrera, me estaba reprochando no haber hecho nada para evitar que Luis fuera con la bicicleta a mi calle. Y realmente no me sorprendió la desagradable ironía de sentir un profundo olor a primavera mientras a mi amigo, con su eterna sonrisa, se le escapaba la vida.
CALLE SAN FILEMÓN, MADRID, ESPAÑA.
FIN
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