Al torcer la esquina, vi a la singular pareja que me esperaba en el mismo banco de siempre. Ese día llegaba tarde, por lo que desde lejos ya pude ver las arrugas de preocupación que se sumaban a un rostro erosionado por los años. Cuando el viejo perro mestizo empezó a mover el rabo de forma amistosa, una amplia sonrisa desdentada apareció en la cara de su dueña.
– Siento llegar tarde, Ildara. hoy he tenido un día horrible en el trabajo.
– No pasa nada, chata. Ni me había dado cuenta la hora que era. – mintió – Los jóvenes de hoy en día estáis muy atareados. Bastante que quieres pasar tu tiempo con una vieja aburrida como yo. He traído los dulces que te comenté el otro día. El tendero creía que ya no se fabricaban más, pero los he encontrado.
– No tenía que haberse molestado.
El mismo saludo todos los días. Los peludos hocicos de Luna rebuscaron una galleta en mi bolsillo, mientras su dueña me preguntaba qué tal había pasado el día. Advertí que hoy Ildara estaba más pálida, y no sé si era impresión mía, pero la veía más encogida en su gastado vestido de flores. “Qué tontería. Si la veo a diario. No puede haber envejecido tanto en un par de días.”
Ella había huido de su pueblo durante la Guerra Civil y yo había acabado en Lisboa huyendo de mi vida interior. Nos sentamos por casualidad en el mismo banco de ese pequeño mirador lisboeta. En seguida surgió una amistad. Las semejanzas entre las dos eran más grandes que el medio siglo de edad que nos separaba. Desde que conocí a Ildara ya no tenía que controlar mi ansiedad con pastillas y recetas. Parecía que a través de sus ancianas y sabias palabras mi vida se ponía en orden. Una trivial charla con ella calmaba más mis nervios que otra terapia que hubiese probado antes. Me dio dos sonoros besos mientras repetía la misma despedida de siempre:
– ¡Cómo pasan las horas contigo! Si me ocurriese algo, ¿podrías hacerte cargo de Luna? Te ha cogido mucho cariño.
– No diga tonterías, usted está como un roble. – ese día ni siquiera yo creí mis palabras.
Al día siguiente era yo quien llegaba antes a nuestro banco. Me senté a esperarlas. Era raro que llegase tarde. Vi a Ildara avanzar con su bastón. Luna se acomodaba al lento caminar de su dueña. Antes de que pudiese saludarlas, Ildara dijo:
– Hoy no me puedo quedar, chata. Tendrás que hacerte cargo de Luna. Muchas gracias por todo. – sus ojos estaban húmedos, pero no caía ninguna lágrima. De los míos empezaron a brotar al instante. Ildara se alejó sin hacer caso a los sollozos de la perra, que intentaba seguir a su dueña.
No hicieron falta más despedidas. Todo entre nosotras ya había sido dicho en ese banco del mirador
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Mirador San Pedro de Alcántara, Lisboa, Portugal.
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