Cómo cada mañana de aquél verano, los niños de la AVENIDA GENERAL PALAFOX se reunieron en un descampado cercano. En él sólo la casa de la bruja les esperaba. La construcción, encorvada sobre unos andamios que hacían las veces de muletas, les proporcionaba la compensadora oscuridad de la luz del día.
Mezclaron piñones de los arbustos cercanos con hojas de álamo y colorante alimentario. Lo dejaron calentar al sol más tiempo del que vive una mosca, y bebieron. La inocencia, bendita inocencia, les concedió el poder de la rápidez, la superfuerza deseada, una inteligencia preclara. Una excusa para seguir juntos. Proclamaron al niño hombre, y a su vez al hombre druida.
A una señal del druida, los niños, ya soldados de los hados, recogieron los escombros de la zona, peinaron la zona como una amorosa madre a su princesa particular. Otra orden y pusieron el montón en un círculo de piedras. El druida alzó al mago y a su vez el mago encendió una hoguera. Sacrificaron carneros de plástico a demiurgos en los que en realidad no creían. «Convierte estos despojos en carne nueva para los hijos de tu poder» cantó el druida con voz solemne, grave y pausada. La tóxica nube azabache enlazó los dos celestes, crujió dos veces antes de engordar y asentare como columna.
El cielo nuboso alcanzó la tonalidad de la esperanza. Quizás todas aquellas locuras acabaran por funcionar. Sí, las primeras gotas saciaron el yermo. Los girasoles se convulsionaban buscando las chispas de Hefesto. Un susurro molesto parecía rememorar libros ajados por el uso, hojas agitándose ante las caricias de una pluma.
Y un escalofrío. El beso de la muerte en la nuca de todos ellos. Alentándoles a vivir, a divertirse en un día en el que los aventureros se encontraban con un pantagruélico festín. Y las piedras, rojas y brillantes se convirtieron en talismán, conocieron su lugar y no volvieron a permitir que se les moviera.
Una alarma y todo cesó.
El reloj del druida avisaba que era hora de cenar, el día había acabado, sus hábitos se evaporaron en volutas de polvo que le hicieron churretes al tocar su sudor. Todos se quejaron, pero sólo unos minutos, sus madres, mitad ninfas, mitad diosas, les agasajarían con su cena favorita. Menos al bueno del mago, que le tocaba pescado.
La noche llegaba a su zenit en una época sin móviles, donde la imaginación primaba sobre los libros. El druida le contó un cuento a su hermano pequeño, creado por la fe y la inocencia. Le habló de odiseas internas, de un diablo orgulloso y de uno monstruos hechos de datos. Al ponerle punto al último susurro, dejó de ser druida y con el beso de su madre, volvió a ser niño. Un niño que no necesitaba nada más que su manta y su almohada. Un niño que era feliz de soñar con llegar a ser el druida del piñón.
FIN
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