La luna sobre la playa

La luna sobre la playa

                                              

Sobre el horizonte, el cielo y el mar se hermanan nítidamente en la noche perezosa que se ha levantado tarde al encuentro, mientras la niña desde la costa sigue llenando su cubo de arena…

         -¡Carmen!, -grita la madre desde el balcón nutrido de rojos claveles- ¿Qué no me oyes?, se hace tarde.

 Pero Carmen sigue absorta en sus juegos playeros, espera que aparezca la luna de entre las nubes que surgió como por asomo súbitamente. Como todas las tardes, como todos los atardeceres, la niña la espera redonda, la que parece portadora de un blanco vestido de novia, reflejándose sobre el mar en calma. Ella recién cumplió 7 años, ya va al colegio, ya sabe muchos números y hasta empareja las letras como dos novios satisfechos.

         -¡Carmen!, -vuelve a gritar la madre- la cena está lista, ¡ven!, entra en casa, antes que venga tu padre.

La primavera hace días que dejó sobre la costa el aire tibio que se filtra al atardecer por los ventanales de la casa, cubriendo el ambiente de un toque pegajoso, templado y húmedo, que hasta los muebles segregan un fulgorcito acuoso como si fuera un rocío. Carmen lo sabe, por eso prefiere con el crepúsculo dejarse mecer cerca de la orilla por el aliento marinero algo más fresco, esperando que las plateadas nubes se aparten, porque la luna tan distante y compañera, no sabe darles a las nubes un soplo de viento.

 En el asfaltado de adoquines, bajo la luz de una única farola suspendida en la fachada del edificio marinero, algo derruido, la humedad del anochecer ha dejado brillar las recortadas y gastadas formas de la casa donde vive Carmen. Los perezosos haces de luz dibujan las esquinas cual vértices de gastados rompientes, y en la penumbra suave del lugar, la tenue iluminación con los últimos reflejos del sol que se esconde en poniente, aún deja entrever sobre los ventanales algunas luces pálidas, asemejándose  a luciérnagas que chispean caprichosas sobre las angostas callejuelas.

 Al pie del alumbrado fanal, como todos los atardeceres, el viejo Jeremías amigo de Carmen, en su dibujada y encogida figura humana, trata inútilmente de sostener sobre sus hombros la oscura prenda de fino entrepaño.  Sus temblorosas manos sujetan un gastado violín a la espera del pasar de algún vecino para iniciar con los acordes de sus cuerdas musicales, el sonido diáfano de unas melodiosas notas del instrumento brillante por el uso.

 El viejo músico Jeremías es amigo y vecino de Carmen, en ocasiones según las inclemencias del tiempo, contempla siempre la misma escena; la niña jugando en la arena, y llegada la hora de la cena el griterío de la madre llamando a Carmen.

         -¡Mama! –Grita la niña todo alborozada- ya sale, mira como reluce, ¡que redonda, que brillante!… Ahora voy mama, déjame que le hable: ¡Hoy fuiste muy perezosa!… –Le dice Carmen a la luna, al tiempo que recoge el cubo y la pala en dirección a su cercana casa-  

Rafael Giménez Llorens

Andorra 28.02.16

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