Por muy duro que fuera ir, de lo que costase llegar y mucho más permanecer. Cada día que terminaba añadía una victoria moral, incluso podría decirse que épica. Bien temprano moverse era pesado como levantar un coche a pulso sin importar su tamaño, los pies se pegaban al suelo desde la cama hasta el destino en el trabajo. Apenas dos kilómetros que se hacían eternos, llevaderos por la música pero a pesar de todo un calvario de inquietud, sonrisas, lagrimas y incertidumbre al resultado de la batalla que se avecinaba en el horizonte.
Los días buenos era ir a Disneyland, los no tanto se parecían a la montaña rusa de cualquier parque de atracciones, los malos… bajar al infierno con billetes de primera clase con tu nombre impreso. Aunque de alguna extraña forma, haber llegado allí significaba la culminación de los errores cometidos por la rebeldía adolescente con sus sueños locos de desplegar las alas y abandonar el nido. En verdad el camino escogido hacia la gloria de las estrellas.
El trayecto iniciaba en Ríos Rosas que a pesar de carecer de flores, brindaba grandes amaneceres con el museo de ciencias naturales coronando su colina… aún podía palparse la paz pero al embocar la calle se sentía la adrenalina acumulándose detrás de las rodillas y el viaje estallaba frenético por la ansiada puntualidad.
Al entrar te saludaba el sonido familiar de la cancela de hierro que protegía la puerta, lo siguiente que se veía… el deambular de cuerpos todavía sin alma que al igual que mineros descendían las escaleras de metal y así poder horadar la ansiada materia prima para darle valor a base de sudor y constancia. Lo único que diferenciaba ambos mundos es que no se trataba del estomago de una montaña, ni una cantera al aire libre sino la cocina de un restaurante que habitaba la calle Zurbano en el medio de la castiza Madrid.
La primera parte del día eran carreras y prisas, lo que se fragua tras los bastidores del escenario y queda oculto por las bambalinas. El espectáculo comenzaba a coger forma mientras los ingredientes se mezclaban con maestría y los aromas lentamente iban trasladándote lentamente al servicio que estaba por llegar, por muchos nervios que estuvieran cocinándose ya no había ni tiempo ni oportunidad de echarse atrás, los saltimbanquis y los lunáticos se afanaban en producir la magia que en ese extraño lugar sucedía dando los últimos retoques.
Después todo acababa en un momento tan leve como un suspiro con la pasión de San Jorge matando a su dragón, cuando te querías dar cuenta lo peor ya había pasado. Se podía volver a respirar tranquilo y a su vez aliviado hasta el siguiente pase que esperaba tras la tarde. Al salir el mundo pesaba menos y la satisfacción un poco más, entonces te ibas a casa a descansar un poco para volver horas más tarde y vencer otro ocaso si tenías suerte.
FIN
CALLE ZURBANO, MADRID.
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