¡Europa!.  En aquellos tiempos teñidos de gris plomo, su nombre  evocaba esperanza y modernidad. ¡Europa!, sueños de libertad y justicia más allá de la tiranía impuesta. ¡Europa!. Qué lejos se hallaba la verdadera Europa de aquella desangelada tira de asfalto.  DSC_2359panlw.jpg

La calle singular que me vio nacer, conformaba en sí misma un pequeño universo repleto de retazos del pasado. Festoneada por el conjunto de edificios neoclásicos que le dieron forma, despuntando los 50, no llevaba a ningún lugar concreto. Simplemente estaba allí, de espaldas a la majestuosa Diagonal, oculta entre prados y muros que la protegían de esporádicas miradas forasteras. Un diminuto reducto, desconectado de la vieja ciudad. Hoy vamos a Barcelona, decían los mayores, como si aquella calle perteneciera a otro mundo.

Entre sus recovecos y límites, ocultaba enigmas que los críos nos empeñábamos en desentrañar. ¿Qué habría tras aquellas viejas murallas protectoras?. Sagrados iconos delimitaban sus fronteras. Al norte, “la Palmera”, un hermoso ejemplar de Butia Capitata que se elevaba por encima del muro con el que lindaba. Más allá,  “la Pirelli”, un inmenso terreno de difícil acceso, repleto de maleza y con un caserón abandonado; un territorio inquietante y misterioso que siempre daba que hablar.

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¿Os acordáis de Roberto Palau?; una vez se encaramó al muro de “la Palmera” para hacerse el hombre; estremecidos, le vimos saltar al otro lado. Nunca más supimos de él.  En el colegio, que lucía orgulloso el mismo nombre de la calle, nos decían que se había ido a Tarragona, con sus padres. Pero nosotros jamás lo creímos.  Algunos juraban aterrorizados haber visto su esqueleto yaciendo para siempre en un viejo sillón rojo, a la sombra de una frondosa higuera, tras la casucha de “la Pirelli».

Habían otros escenarios secretos, como la antigua cristalería Planell,  laberinto de pasadizos y sótanos que sólo los más aguerridos osaban explorar. O el Hospital de Niñas huérfanas de San Rafael, un mundo aparte con el que nunca pudimos conectar. El mismo muro que delimitaba el fin de nuestra querida calle, impedía siquiera intuir qué sucedía al otro lado. Oíamos sus cantos, risas y llantos, sonidos inescrutables de magia que acabaron convirtiéndose en un susurro omnipresente del barrio. 

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Luego, ya en  la agonía del régimen,  la calle se fue abriendo casi a la par que el país. Intimidantes grúas y excavadoras irrumpieron sin avisar, a principios de los 70. ¿Pero qué es lo que van a hacer?, se preguntaba la gente. Y cayeron los ancestrales muros. ¡Nos rajaron el barrio, de arriba abajo!. Surgieron los rascacielos de acero y vidrio, los grandes almacenes y el alboroto cosmopolita. Llegó la “modernidad” ramplona y voraz, engullendo para siempre la magia del lugar.

Y de milagro se salvó la orgullosa palmera centenaria, vigía forzoso de insólitos hechos en el ignoto predio. Ahora es un mudo y bello testimonio de aquellos tiempos pioneros. Sigue ufana y altiva, más allá de las generaciones, meciéndose elegante con la brisa, inmune a los avatares del destino.

CALLE EUROPA, BARCELONA

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