A pesar de estar a mediados de agosto, por las ventanas entraba una luz alargada como de otoño. El aire acondicionado enfriaba el mediodía y aturdía el ambiente. Por todo el salón, se amontonaban cajas y cachivaches envueltos en papel de periódico.
Entre tanto desorden, el sofá mantenía intactos los tapetes de ganchillo. María estaba sentada en él con un álbum en las manos y al pasar las páginas, iba preguntando por las personas de cada una de las fotografías que iba viendo.
Juan contestaba alargando el cuello y mirando sobre ellas mientras colocaba con sumo esmero, unos paquetes en una caja de cartón apoyada en el suelo.
–Creo que deberías tirarlo todo, total, ni va a volver ni se acuerda de nada…
El ruido de la cinta de embalar impidió a Juan oír las palabras de María. Miró hacía el suelo, palpó por encima de la mesa, y bajo unos papeles encontró el rotulador que buscaba. Muy lentamente escribió sobre la caja “figuritas de porcelana de mamá”.
–¡Ay va, qué orejas! ¿Has visto? Mira, mira, tus amigos, ¡qué barbaridad!, ¿te has fijado en que hoy en día ya no hay orejas así?
–Yo creo que era por los buzos de lana que nos ponían las madres. Tanto calor pasábamos, que nos los echábamos por detrás de las orejas y…
–Bah, eso es imposible –le interrumpió María–, las chicas también los llevábamos y no las teníamos así… Oye, ¿por qué no nos vamos a comer?
Juan cogió la caja con mucho cuidado y la dejó sobre la única silla vacía. Se sentó al lado de su mujer, echó la cabeza hacía atrás y se quedó mirando el cable que escapaba de una marca redonda del techo. Se fijó en la desnudez de las ventanas y notó como en las paredes, la huella de los cuadros reflejaba la ausencia. Para disimular la pena, señalando el aire con el índice, dijo:
–¡El peluquero!, el peluquero era el culpable de esas orejas. Con el dedo nos las doblaba fuertemente para cortar por detrás y como nos rapaban tan a menudo, nos las iba deformando.
–Pues seguro, ahora que lo dices va a ser eso. Luego llegaron las melenas y asunto terminado. Por cierto, tengo un hambre que me muero, déjalo ya y vuelve otro día.
Juan se levantó, cogió otra caja, comenzó a llenarla y dijo:
–No puedo, sabes que tengo que acabar hoy. Necesito alquilar la casa cuanto antes, no tenemos dinero para pagar la residencia…
–Claro, tú y tu manía de llevar a tu madre a la más cara…
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