Una vida tras el cristal, espectadora pasiva , siempre soñando, inmóvil como un cadáver. De espaldas al mundo, disgustada conmigo misma, amando a los demás sin amarme a mi misma. Un día me iré y seré libre.bebe_1.jpg

Los domingos papá nos despertaba con su usual concierto de música flamenca. Los vinilos pulcramente guardados eran desenpolvados cada vez que se usaban. Levantaba la palanquita hacia arriba y a la derecha. Colocaba el disco con suavidad y la palanquita se posaba sobre ellos, acariciándolos sin lastimarlos. La bailarina de mi caja de música danzaba con la misma ternura que aquella fina aguja.

Aún conservo aquella caja de música color caoba brillante con figuritas y símbolos chinos. Llegó a mi un día de cumpleaños, acompañada de dieciocho rosas y la sonrisa de aquel muchacho enamorado.

Papá siempre estaba de viaje, era su trabajo y su pasión. El mundo a sus pies. Kilómetros de carretera que recorrer y en cada curva, cada pueblo, llanura o montaña, en cada nuevo amanecer, una historia que explicar.

Quijote sin lanza. No teme a los gigantes, su fe, su amor, cada gesto, cada pensamiento para su Dulcinea.

Después del desayuno, salíamos los cuatros dejando a mamá descansar del ajetreo diario. Solía pasar sus días entre la costura, las tareas del hogar y los tres mocosos que vivíamos pegados a ella cual botón a un ojal.

Atravesábamos las calles hasta salir del pueblo en dirección al pantano. Era nuestro rincón preferido para subir a los árboles, tirar piedras al estanque, corretear y reir. Y con el paso del tiempo se había convertido en una rutina placentera.

Las horas, como pulgas inquietas, saltaban entre la esfera del reloj, moviendo las agujas que volverían a llevarse a papá.

Mamá no dejaba de soñar con el momento en que podría vivir sin esa soledad ingrata, en el día que viajarían juntos por la misma carretera.

Absurdas creencias que heredamos y seguimos ciegamente. Me fui para perderme en una acuarela tenue donde apenas se distinguían los colores.

Papá no era creyente, sin embargo disfrutaba del alegre circo navideño. Con la destreza de un artesano y el entusiasmo de un niño recreaba la aldea y a sus habitantes, cuidando los detalles como el más conocedor de la Biblía.

Una Navidad, orgulloso de su creación, llevó su pesebre en mi nombre al concurso anual. La brillante placa que me acredita como ganadora del concurso data de 1.977.

Tengo grabado en mi mente todos los días de mi infancia. Un brillante lienzo pintado al óleo con vivos colores.

Volé de mi acuarela aprovechando una corriente de aire y me convertí en araña. Sigo tejiendo mi existencia con hilos de colores. Quizá consiga mi propio lienzo.

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