Nochebuena nos deparó un hermoso y crujiente cochinillo en su pesebre.  Estaba divino, en todos los sentidos de la palabra; desde el cuero del rabito hasta la aureola de varitas luminosas “glowstick” que lucía como tocado. El angelical asado emergió de la cocina en brazos de mi hermano, el descabellado Marcelo. Peluquero de profesión y provocador por pasión, se esmeró hasta que el plato estuvo en su punto –y sin duda había alcanzado el equilibrio perfecto entre lo celestial y lo profano, reposado plácidamente sobre una camada de repollo rebanado. 

El insólito cuadro eclipsó el chachareo ensordecedor de una familia que, desperdigada por todo el continente americano, había coincidido en la isla en la consabida peregrinación anual. Como siempre, nos habíamos reunido en casa de mi hermano a esperar la llegada de la tradicional parranda de medianoche. Todos los mismos nos habíamos visto fiesta tras fiesta, en la playa, en la panadería, en casa de primos y de amigos pero todavía teníamos cantidad qué decirnos, como buscando zurcir el tiempo que la geografía deshilaba. Mas el atrevimiento del cochinito en la cunita nos dejó a todos boquiabiertos, desde la abuela Filomena, la madrina Lucía y el vecino René, hasta los inquietos mellizos Crispín y Julieta –y, ni decir, los perros, Lázaro y Luna.

Manjar en manos y con la testa tocada de ríos de sudor, Marcelo avanzó lentamente hacia el comedor a medida que le abríamos el paso, alucinados. La abuela se santiguaba entre admiración y escándalo. El lechoncito, tostado y un tanto cabezón, despertó el hambre en un éxtasis de laurel, ajo y comino que congregó a todos alrededor de la mesa. La algarabía estalló nuevamente en un torbellino paparazzi de flashes que iluminó esa noche de paz en el Viejo San Juan al compás cacofónico de los “nene, ponte ahí” y “ahora de este ángulo”, puntualizados por la incredulidad de los “Ave María purísima” y “¡qué bárbaro!”.

Sobrevino la calma de la cena entre suspiros de “mm” y “divino” y el clic, clac de tenedores dando contra platos de congrí. Dedos relucientes de grasa –-grandes, chiquitos, gorditos, flaquitos, arrugados, lisos, trigueños, pálidos, bronceados— fueron desmembrando al apacible cochinillo.  La ofrenda fue devorada con solemnidad ritual de almuerzo en cafetín mientras las campanas de la catedral anunciaban en la distancia la Misa de Gallo. Lázaro y Luna, monaguillos aburridos, se metieron a la cocina para zamparse una suculenta morcilla olvidada sobre el mesón.

Sólo quedó la cabeza del cochinillo… Despojada de la aureola era recuerdo siniestro de cómo había llegado a ser la chola de aquel chancho en particular. Pero esa es otra historia, la cual ni mi hermano ni yo, cómplices de la peripecia, habríamos querido contar. La pequeña Julieta intuía algo; mas, en ese momento, al clamor de “¡asalto!”, la parranda anunció su llegada. Al compás de cuatro, güiro y maracas nos precipitamos todos al balcón. O casi todos: sentada en la cabecera de la mesa, Lucía no pudo asomarse –sería su última Navidad.

Fin

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