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Pedro y David habían sido los abuelos improvisados que eligió el día en que tuvo conciencia por primera vez de que no tenía ningún retrato de familia. Bruno, había pasado de mano en mano, como una granada a punto de estallar hasta que lo lanzaron al orfanato de Carabanchel. Como una bomba de relojería en un momento en que todo estaba por comenzar: la democracia, la movida madrileña, el mundial de fútbol, naranjito…

Marian no era la mujer maravillas, pero le había prometido un jardín, un balón de fútbol y le había enseñado la foto de Pancho, un perro de lanas que le recordaba al capitán cavernícola, que había sido el tío que eligió para su familia imaginaria.

Desde la ventana podía ver a la mujer que iba a ser su madre; con el pelo ondulado, un traje de chaqueta a la altura de la rodilla y unas hombreras que delataban los ochenta a gritos. Tenía los ojos negros, la boca pequeña y carnosa y el pelo naranja, al menos así la veía Bruno. Le gustó desde el primer momento porque era casi igual a su abuela favorita: Wilma, y cuando ella le tomó la mano la primera vez sintió como si las hormigas jugaran al pilla-pilla por su vientre. El que iba a ser su papá, Emilio, no le gustaba tanto. Había cerrado la puerta del Talbot Solara, un coche grande que impresionó a Bruno la primera vez que paseó en él. Tenía el pelo gris y llevaba una chaqueta de pana marrón. Tomó la mano de su esposa y besó su mejilla. Le había dicho que era profesor y él trataba de imaginarse que era un Batman español retirado, pero le costaba pensar en él como un superhéroe y temía enfadarle si no hacía los deberes.

Sostenía la cartulina que había sido su retrato de familia, el que don Andrés les había dicho que pintaran el año anterior a los que no tenían ningún recuerdo de su pasado. A Bruno le gustaba don Andrés, sobre todo después del día en que vino disfrazado de Súper López y les dijo que podían ser quienes quisieran por una hora y les dio papel pinocho para que inventaran sus disfraces.

Pablo, su compañero de litera, un niño tímido y delgado dos años más joven, le agarró de la camisa y le miró con los ojos acuosos y un moco reseco amenazado por el líquido llanto nasal.

Con siete años Bruno se había convertido en un viejo que nadie quería. Hasta que llegaron Marian y Emilio. Entraron sin mucha convicción hacía dos meses y Marian se fijó en el pequeño de mirada intensa que agarraba con fuerza un dibujo de superhéroes.

–  ¿Me dejas ver tu dibujo?

–  No es un dibujo, es mi familia.

Entonces Marian le tomó la mano y por primera vez Bruno sintió que la mujer maravillas le protegería siempre.

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