Hay familias que son felices y otras que no, y después hay desiertos inasumibles. Algún adolescente incomprendido habrá, y alguno también con el don del psicoanálisis. Yo en cambio era tan único que era capaz de copiar a cualquier otro, tan único que fui uno de cada cinco fracasos de la EGB. Mejor eso que la política, me consuelo, mejor eso que el álgebra. Y al final, una colección de platos rotos y reproches, amortiguados por palabras que estrellas del rock me susurraban al oído desde sus pedestales.
“No hay nada mejor que una guerra para que se le quite la tontería” decía mi abuela, cuando me empeñaba en cambiarme cada día de calzoncillos. Mi madre hablaba a solas de mí en el coche mientras me llevaba a clase. Luego entraba a primera hora, si no eran matemáticas, o a tercera si era literatura, el resto de la mañana en el parking o jugando al mus en El Búho. Algunas veces se venía la Gata, con sus ojeras y su andar alucinado. Como ya he dicho, uno de cada cinco.
Lo de mi padre era otra historia. Puede que fuese Edipo, aunque desde luego yo no quería follarme a mi madre, o puede que se sintiese tan incomprendido como yo, que viese como su hijo mayor se alejaba irremediablemente y el pobre hombre, ahora digo pobre hombre, no supiese como recuperarme. El caso es que en aquella época había odio, un odio adolescente y primario que se convertía en burla. Odio como el núcleo mismo de las cosas. Y esto lo subrayo porque un día tuve la oportunidad de separar a mi padre de nuestras vidas.
Cansado de mi madre, aquella mañana cogí el 561. Miraba distraído por la ventana del autobús cuando le vi, su pelo totalmente cano se me hizo inconfundible. Llevaba un ramo de flores rojas y se metía por un callejón extraño. Conseguí bajarme en la parada siguiente. Debía de ser primavera porque el polen se me metía en la nariz. Llegué justo a tiempo para verle entrar en un chalet de puertas verdes y desconchadas. Me quedé una eternidad mirando aquellas puertas, cuando la calle se me hizo demasiado estrecha, me fui a clase.
No lo hablé con nadie, ni siquiera con la Gata, me pasé todo el día pensando en cómo contárselo a mi madre, me sentaría a su lado, le cogería la mano y no me andaría con rodeos, ella lloraría en mi hombro. A mí se me partiría el corazón, pero lo soportaría. Le haríamos la maleta y le esperaríamos en el recibidor, sería una situación fea pero yo estaría allí para que las cosas no se torciesen. Volví a casa, la vi corrigiendo exámenes y no dije nada. Mi padre llegó para cenar, dejó su gabardina en la entrada con ademán de policía vencido, y tampoco abrí la boca.
Puede que fuese porque cuando los vi devorando el pollo con sus charlas intranscendentes, por primera vez me parecieron humanos.
FIN
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