En mi frágil recuerdo persiste su memoria. Una imagen, bien definida y solemne, a pesar de que nunca nos conocimos. Siempre lo he imaginado como un imponente hombre fiel a sus ideales. Él nunca habría podido imaginar lo que pasaría en aquellos dos días. El ávido espíritu del fin de una guerra seguía vivo, y en el Madrid de hace mucho tiempo se refugiaban los republicanos bajo el cobijo del fiel silencio, que los ocultaba. Los intelectuales hacían aparecer sus figuras en un cierto lugar conocido como “café Gijón”. Él, movido por las ansias de libertad, se hacía ver por aquellos andares. Aquel día unos pasquines que invitaban a una huelga general el día del trabajador llegaron a manos de una inocente criatura por manos de Él. No tardó en aparecerse por allí la Guardia Civil para atormentar al pobre chiquillo con preguntas. El más primitivo instinto hizo al niño señalarle a Él, quien se hallaba tras las vitrinas de un comercio convenientemente situado. Sus pasos inquietos llegaron a casa, perturbados.
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Álvaro ocupaba uno de los cargos de Jefe de la Policía Secreta, por lo que información confidencial llegaba a sus agudos oídos. Su mujer ejercía de policía a su vez. Pero esa tarde, ella trajo a casa consigo novedades aciagas. Un fusilamiento iba a llevarse a cabo, y Álvaro mismo debía dar la orden de arresto a aquel que figuraba ser su hermano.
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Con un dulce beso, Él se despidió de su esposa en las vías del tren. Nada más cerrar las puertas tras Él, una lágrima se deslizó por la mejilla de ella. Su esposa expresaba sus pensamientos al aire, y sollozaba: “Maldito Franco!”, lo cual atrajo la atención de más de un guardia. Pero ella contaba con la suerte de pertenecer a una familia compuesta por miembros del cuerpo de policía.
Mientras su familia arreglaba la documentación en Madrid, Él ponía pie en Galicia, iniciando la incesante espera por “IRPINIA”. En aquel barco Él se ocultó tras las puertas del camarote, tras su hermano haber comunicado los hechos. Momentos después, se oyeron pasos intensos, voces de policía. Decían buscar a un fugitivo, el cual había conseguido su permiso de salida en la temprana mañana, momento en el cual su estado de fugitivo aún se desconocía. Y en ese preciso instante, el Comodoro cogió su valentía en el puño y respondió a los Guardias: “Es cierto, aquel a quien buscáis es un pasajero. Sin embargo, éste es un barco italiano, por lo que cualquier orden que poseáis, de registro o de aprensión, no es válida aquí. Les ordeno que hagáis el favor de retiraros porque hemos de zarpar”. Y esta es la historia de cómo mi abuelo fue salvado por un barco italiano. Crecí escuchando historias de un pequeño pueblo de Galicia, de Madrid, de España. El destino de aquel barco era Venezuela, dónde meses después se reencontró con mi abuela. Y en la Venezuela de hace mucho tiempo en mi vida, allí nací yo.
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