De aquella foto de papá mi vieja hizo copias en diferentes tamaños luego de que él falleciera.
Una, ampliada, se transformó en un cuadro que colgó durante años en el amplio living de la casa familiar, arriba del calefactor Eskabe y enfrentada al confortable sillón de cuatro cuerpos en el que recuerdo haber visto algún Boca-River en blanco y negro en el Telefunken, a upa de papá.
Unas cuantas copias en tamaño carnet fueron guardadas en un cajón del que emergieron, una cada tanto, cuando mis hermanos o yo, ya adolescentes, la pedíamos para que nos acompañara en el portadocumentos.
Luego de cincuenta y cinco años, la tercera permanece adherida al mármol de la tumba del cementerio de La Tablada y, aunque los tiempos entre una visita y la siguiente cada vez se estiran más, el ritual que siendo un niño aprendí de mamá quedó tan impregnado en mí que no puedo dejar de acudir con un pañuelo limpio con el que la repaso cuidadosamente.
Entre mi ateísmo y mi agnosticismo convertí a mi viejo en el único Dios al que le creí. El enorme sillón solía cobijarme y, desde allí, mirando la foto sentía que le hablaba a papá del mismo modo en que otros hablan a sus dioses en los templos.
Aunque hago el esfuerzo, no descubro entre mis recuerdos si había una respuesta. Voy llegando a los sesenta y posiblemente la memoria prefiera evitar algunas precisiones. ¿Qué se yo? ¿Qué sabemos?
Esa foto –la del cuadro en el living- era la de un hombre grande al que le hacía preguntas. La más frecuente era por qué se había muerto tan joven, expresándole entre pensamientos cuántas cosas serían diferentes si sus respuestas excedieran mis imaginaciones y se convirtieran en palabras en un bar, café mediante.
Años después, al repintar la casona, el retrato enmarcado fue archivado, pero el templo y la estampita circulaban conmigo en el portadocumentos. Yo tenía treinta años y la fotografía se iba distorsionando. Aunque algo ajada, la distorsión era mi relación con la foto.
Mi edad avanzaba, pero la de mi padre no. Sentía que indefectiblemente me acercaba a los cuarenta que él tenía al morir. Al alcanzar esa edad no podía creer que fuera tan joven el hombre de la foto.
Hoy, que ya lo sobreviví veinte años y con la mayor de mis cuatro hijos ya pisando los treinta y cuatro, la foto me indica que era el rostro de un pibe.
Mi viejo dejó huellas. Abrumadoramente breves. Una decena de escenas e instantes de mis cuatro años y medio con él, algunos poemas en libros extraviados con el tiempo, el sentido de la amistad, incluyendo a los amigos suyos que heredé y acompañé hasta que murió a los noventa y pico el último de ellos, cartas de amor manuscritas a mi madre, amarillentas por los setenta años de amor manifestado, mi curiosidad, mi humor y mi bienestar emocionado cuando lo que tengo adentro fluye.
Como ahora.
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