Fue su último discurso de Navidad, con todos ya sentados a la mesa. El tema: la amistad en la familia. Disertó un buen rato sobre el particular, lo suficiente para que mi madre comentara torciendo el gesto por lo bajini: “Qué largo”. Pensé que aquella perorata de él iba dirigida principalmente a mí, su segundo hijo, como un ruego. “La imposible amistad en la familia” -pensaba yo mientras mi padre iba desgranando citas evangélicas-. Entonces yo solo acumulaba una cantidad obscena de vergüenza. Ese y no otro era el sentimiento que me provocaba mi familia, algo muy presente en ese tipo de reuniones. Me venía a la cabeza a menudo el personaje del coronel Redl de la película homónima de István Szabó. Él se avergonzaba de su origen humilde. Yo, de la necedad congénita, del despropósito de un matrimonio de conveniencia que insistió en la procreación después del asco. Todo por la fe católica y como una consecuencia lógica de la misma. Una fe que hubo que cuidar entre algodones como el único ungüento capaz de aliviar una gangrena lenta e inexorable. Como el coronel, en el pecado llevaba yo la penitencia: si te avergüenzas de los tuyos jamás encontrarás la paz. Y es que hay que entender que la vida es intrínsecamente injusta en el reparto de ciertos talentos. La frase que lo resume todo la pronunció una vez una hermana de mi madre como agravio comparativo entre los hijos mayores de ambas: “Mi hijo será rojo pero el tuyo es tonto”.

Ahora vivo con esa viuda que arrastra su amargura por la casa, apoyada, cómo no, en el bastón de su fe. Nunca dejará de pedirle a Dios el milagro que torne en dicha el fracaso repetido en sus hijos. Pero lo único que ha cambiado para ella es que vuelve a tener en casa un marido resucitado, mucho más joven y en forma, cuando ya lo creía bien muerto y enterrado: yo, el favorito de mi padre. “Me has dado la puntilla” fue su recibimiento tras mi ruptura matrimonial y el posterior aterrizaje forzoso en la casa materna. Siento la tentación de decirle que es un castigo de Dios por el abyecto trato que dispensó a mi padre los últimos años de su vida, cuando la ceguera le arrebató la libertad. Pero no. Ella hace mucho que se refugió en sus hijos, en su orgullo de madre, cuando se cercioró de la vida que le esperaba. Mejor mudar el rencor en lástima. Es con toda probabilidad la única manera de rasgar este ambiente ominoso.

Nada hacía prever que menos de tres meses después de aquel discurso mi padre ya no estaría entre nosotros. No le vi partir por muy poco y sentí que le había fallado una última vez. Al menos, al separarme conseguí la amistad en mi propia familia…sí, papá, a veces hay que romperse los huevos para hacer esa tortilla.

  

FIN

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