Yo ronco, tú sufres

Yo ronco, tú sufres

emanuela ancona

14/05/2014

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No sé por qué, nunca te he contado la verdad.

Aquel miércoles de otoño, iba conduciendo hacia la tristeza. En el gris de los edificios se reflejaban los cálidos matices de las hojas. Deseaba que esa calle se prolongara y que, al llegar al fondo mi despacho hubiera desaparecido. Estaba tranquilo, hipnotizado por esa presentadora radiofónica que a ti te encanta y a mí me parece una chillona. Sin embargo, por aquel entonces no me podía exceder con la cafeína y el agudo sonido de su voz me dejaba lo suficientemente consciente como para sincronizar los pies entre freno, embrague y acelerador y mantener firmes las manos a las diez y diez.

Había llovido, pero eso no lo utilizaré como excusa para justificar mi falta de atención. A veces tenía la impresión o la falsa ilusión de que mi coche pudiera pensar y llevarme a mi jaula de trabajo sin que yo hiciera nada. ¡Cómo me equivocaba! Eso pasa al estar sometidos a una época tan tecnológica. Hoy hay niños que piensan que sus perros se han roto si al ladrar o mover la cola, no se le endemonian los ojos de diferentes colores como a sus robot. ¿Te acuerdas de nuestro nieto como se echó a llorar cuando se dio cuenta de que nuestro perro Max no tenía esa opción?

Yo ese día me sentí así, como un niño con su juguete, solo que el mío costaba varios ceros de más y descuidarlo podría ser peligroso.

Llegué al semáforo, eso de la calle del colchón, la nuestra, donde aún sobrevive la tienda donde compramos nuestro primer nido de amor. Confortado por el pensamiento de los colchones me relajé tanto empecé a explorarme con las manos. No obstante los cristales, tenía la sensación de que nadie pudiera verme ejerciendo esta actividad que según la hipocresía de la gente es típica de los niños y de los más guarros.

Me sentía libre y un poco salvaje, hasta alternaba las manos para no perder nunca el control del volante. El semáforo pareció complacer mi secreto porque me regaló unos segundos demás para que pudiera quedarme tranquilo. Luego solo recuerdo el estruendo metálico y ese baloncito blanco que de repente, salió de su hogar y me golpeó la cara con violencia, como si la quintaesencia de Mike Tyson estuviera concentrada en ella.

Ya sabes que realmente no me pasó casi nada, solo la nariz rota y en todos estos años nunca te ha quedado claro de cómo me la haya podido romper visto que supuestamente la cosita blanca tenía que haberme protegido la cara.

Aunque nuestro matrimonio tuviera ya canas, la vergüenza me impidió contarte lo bien que me había sentido al volver a ser nuevamente un niño. Cuando los socorristas llegaron, al despegarme del airbag, me encontraron con el dedo taladrando ruinosamente la nariz.

Si mi amor, es por esa tan inmunda e infantil actividad que, desde entonces, yo ronco y tú sufres.

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