Desde pequeña escuchaba con fascinación las historias sobre el estraperlo que me contaba mi padre, que a su vez él había escuchado cuando era niño. Los protagonistas parecían actores salidos del guión de una obra de teatro ya que parte de su “trabajo” consistía en disfrazarse para moverse como ciudadanos respetables en los años de la posguerra sin llamar la atención y evitar así ser sorprendidos “in fraganti”. Nunca consideré estas actividades como delitos sino más bien como maneras creativas de buscarse la vida en una época en la que escaseaba de todo a excepción de la picaresca, de la que los españoles vamos sobrados (sólo hay que recordar a nuestros queridos Lazarillo y Buscón). Pero sobre todo me parecían historias divertidas.
Han pasado muchos años desde entonces. De vez en cuando pienso que sería de todos aquellos personajes que, aunque con vidas de ficción, eran de carne y hueso. ¿Los pillaría la policía y darían con sus huesos en alguna siniestra cárcel franquista? O ¿finalmente y con la mejora de la situación económica, legalizarían sus vidas?
Según me contaba mi padre, uno de los productos racionados, pero muy demandado por los ciudadanos por lo que era muy solicitado en el mercado negro, era el aceite, que los estraperlistas movían de tierras toledanas o andaluzas al norte del país. Para transportarlo y evitar que el vehículo fuera registrado en alguno de los innumerables controles que la benemérita instalaba para impedir este negocio tan extendido en todo el país, los estraperlistas usurpaban diversas identidades. Una de ellas era la de clérigo. ¡A ver quien se atrevía a agraviar a tan elevada comitiva sin condenar el alma al infierno! Lo que nunca sabré será cuánto tiempo pudieron recurrir a tan osados personajes.
Otro de los disfraces con las que atravesaban las tierras castellanas era el de militar. Normalmente viajaban de noche y, cuando paraban en los controles, los estraperlistas protegidos por la oscuridad, a través de la ventanilla del vehículo sacaban el brazo con autoridad mostrando los galones de las mangas de sus falsos trajes.
También los había que viajaban a lo grande. Así, aprovechando lo que en la época llamaban gran turismo, que consistía en el alquiler de coches de lujo con chófer, había algunos contrabandistas que simulando ser conductor y cliente viajaban en un impresionante Buick americano cuyas entrañas habían sido manipuladas para convertirlas en un enorme depósito donde ocultaban el aceite.
Estas historias aunque parezcan sacadas de una novela de ficción forman parte de aquellos años de la posguerra en la que los bienes más básicos estaban limitados y el consumo era privativo de las clases privilegiadas.
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