Un escalofrío, un beso de despedida, los labios de mi hija sobre mi frente recorren mi piel en mi ultimo aliento antes de partir hacia el más allá, hacia el infinito, hacia la tierra o hacia la desembocadura del río Guadalquivir mi lugar de nacimiento, de donde salí un día buscando la lejanía y el olvido.
En un mínimo instante pasan por mi cabeza, mi vida entera.
La pérdida de mi madre, una infancia dolorosa como huérfano, mi juventud, vivida entre los avatares de la guerra civil, entre la violencia, la pobreza y un poco más adelante, la posguerra.
En estos años de mi vida, mi padre llevaba la rienda de casa con mano dura y mi madrastra dirigía los fogones con los que nutría nuestro cuerpo con manifiesta austeridad.
Poco a poco, la belleza natural de mi juventud y el encanto del que hacía gala me invitaba a compartir las bondades con las jóvenes que pasaban a mi lado. En aquel entonces, descubrí a quien alegraría la rudeza de mi vida. Aquellos momentos, los mejores sin duda, llenaron mi corazón de la mayor felicidad que hasta entonces hubiera conocido.
La rigidez de las costumbres familiares sureñas además de mis dolorosos fracasos, marcó mi destino alejándome de la tierra donde había nacido, dejando atrás las primaveras de aromas a azahar, y madreselvas.
El exceso de equipaje me obligó a abandonar todo lo que amaba en mi huida hacia el exilio.
Partía hacia un destino desconocido, sin calcular los inviernos fríos que habría de pasar hasta la vuelta que se antojaba cercana.
El año 1959 cuando me asenté en el nuevo lugar que me acogió como a otros desafortunados, encontrándome lleno de esperanzas y alentado por conseguir un final venturoso que nos permitiera volver a nuestras raíces.
El reencuentro con mis hijos se fue produciendo con cada uno de ellos de forma lenta y penosa.
Después, se fueron sucediendo los inviernos fríos, entremezclados con momentos llenos de tristeza y soledad. El desarraigo y la desconfianza en la gran ciudad que acogía recién llegados de los más diversos lugares y dispares culturas hacia difícil las relaciones personales.
Mas adelante, se desmoronaron mis deseos: la vuelta tendría que esperar. Una sucesión de días, semanas, meses y años que fueron dando el paso hacia un olvido no deseado en lo más profundo de mi corazón.
Ahora que llega mi partida, vuelve a mi mente- o a lo que queda de ella- aquella tierra maravillosa que abandoné, encontrándome, correteando por mi mente, el olor a azahar, la madreselva, el río con su aguas mansas al pasar por la ciudad, las jóvenes sonriéndome por las calles encaladas y las ancianas sentadas en sus patios engarzados de geranios y rosales.
Han pasado sinsabores, soledades, dejando una huella de amargura que se llevará el río, aquel por donde correrán mis cenizas entre sus aguas, entremezcladas con la arena de la orilla y empapándose de todos mis recuerdos.
FIN
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