No recuerdo haber sido una niña de salud débil, a pesar de ser más bien delgada; sin embargo mi madre se echaba a temblar cada vez que insinuaba que no me encontraba bien. Y es que además de la lógica preocupación, estar enferma conllevaba toda una función teatral.

Al asomo de las primeras décimas, la cama era obligatoria. Solo me dejaban levantar para ir al baño, y por supuesto bien abrigada por si cogía frío. Así que no era de extrañar que fuera dando tumbos, porque las piernas, con tanto descanso, estaban anquilosadas o aburridas, como yo. Pero según mi madre, era la fiebre la que me debilitaba, con lo cual mi petición de levantarme para ver un rato la televisión, era impensable. Así que tocaba montar el numerito. Yo sentada en la cama con bata y manta por lo hombros; mi padre poniendo el espejo del “hall” en el pasillo frente a mi habitación para que la “tv”, que estaba en la habitación contigua, se reflejara en él; mi madre elevando el volumen para que pudiera oírla; y mi hermana en cuarentena mirando toda la maniobra. Al rato tenía un dolor de culo y espalda que no podía más, pero me aguantaba con tal de entretenerme un rato.

Otra escena típica, se producía a raíz de que el médico dijera a pie de cama: “Creo que es mejor inyecciones. Es más rápido”. Era oírlo y decir a Nicolasa –mi madre–: “¡Si ya no me duele casi!”. Era más que pánico lo sentía hacia ellas. Nuestra “practicanta” se llamaba Dª Consuelo. Llegaba con su maletín, sacaba los bártulos, y ponía a hervir agua en un estuche metálico donde posteriormente introducía la aguja para desinfectarla. Ya al entrar por la puerta me ponía en tal estado de nervios que los músculos del pompis se endurecían. Cuando iba a proceder me decía: “Relaja el culete. Déjalo blandito, que si no es peor”. Ni que decir tiene que no podía, era superior a mi, así que terminaba con unos moratones de cuidado. Era tal el comecome que tenía mientras duraba el tratamiento, que solía adelgazar un kilo; aunque según mi madre era –cómo no– por la fiebre.

Por lo menos mi hermana sí que era buena enferma. La operaron de anginas con apenas siete años, y para que no se pusiera nerviosa la engatusaron diciéndole que luego se pondría morada de helados. Esa vez la suerte fue para mí, que también los tomé sin tener que sufrir nada.

FIN

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