Guacamayos En San Juan

Guacamayos En San Juan

     Tenía cuatro años cuando vi esas aves de colorido plumaje y larga cola. Un viejo pasaba vendiéndolas. Crucé la calle Fortaleza y fui corriendo tras de él. 

—¿Son de verdad? —le pregunté.

—Sí, son guacamayas y hablan —me explicó—. Papi compró las dos y las llevó a vivir al patio interior de su negocio, la Plaza Provision Company. A la roja le puso mi nombre, “Margarita” y a la verde, “Mercedes” por mi mamá. De noche mi padre me llevaba a visitarlas. Cual mago, al él entrar en la tienda, ésta se iluminaba. El aroma a café nos daba la bienvenida. Yo me entretenía dándoles maní a las guacamayas e intentaba que repitieran mi nombre. Mi tocaya sólo emitía un sonido similar, —Cascarita, Cascarita.

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    Pasaron los años, sopló el viento y fui a parar a los Estados Unidos. San Juan fue modernizándose, apeñuscándose de turistas y después de morir mi padre evadí pisar aquellas calles adoquinadas. Décadas después me armé de valor para recorrer el casco de San Juan y llegué al edificio que antaño fuera de mi familia.

   Las paredes habían perdido su aroma de café tostado. En el patio interior había un restaurante. Estaba vacío y me animé a sentarme. Volví al pasado.

   Oí los teléfonos de la tienda sonando sin cesar con llamadas de clientes que ordenaban comestibles. El primer timbrazo, como tiempo atrás, fue de Miss Emsley desde La Fortaleza para ordenar lo que el gobernador Tugwell deseaba para el almuerzo. Vi a las señoras ensombreradas y enguantadas sentadas en el sofá y en las sillas de junco de la sala de espera conversando con mi padre para decidir qué encargar. Escuché el ruido de los camiones que entraban al patio por la puerta trasera para cargar las órdenes de entregas a domicilio.

  Al mirar la fuente del patio, regresé a la realidad y con ella…la magia. Había allí un guacamayo rojo y otro verde. Lloré y el mozo, al verme, me preguntó si estaba bien.

—Mejor que nunca —le respondí—. Le conté lo que aquel edificio significaba para mí y que al ver aquellas aves me brotaron las lágrimas porque ese mismo lugar había sido el hogar de mis dos guacamayas.

   El mozo palideció. —¡Los compramos hace una hora!  Un anciano, a quien nunca había visto, pasó vendiéndolos. Me informó que venía de muy lejos pero no dijo de dónde. Pensé que le darían realce a la fuente y convencí a mi jefe para que los comprara.

  Intuí quién era ese hombre que había venido de lejos para hacerme feliz. Me acerqué a los guacamayos y les repetí mi nombre. No dijeron ni pío. Justo antes de marcharme oí al rojo  gritar: Cascarita, Cascarita.

  Tal vez fue producto de mi imaginación, pero mis lágrimas se secaron y partí de aquel recinto canturreando un viejo anuncio radial que creía haber olvidado:

Cariño, no hay mejor café que el de Puerto Rico. 

Cariño, no hay mejor café que el de Plaza Provision.

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