El recuerdo más palpable lo registra su memoria a los tres años, cuando oye el motor del auto del abuelo, cuando se trepa por las rejas del balcón para comprobar que es él que está llegando y cuando se lanza en dirección a la puerta gritando su nombre.

La abuela, preparada para el ritual diario, abandona de un salto lo que está haciendo y corre a detener a la niña, quien ya se las había ingeniado para poder abrir la puerta de entrada y salir corriendo para recibir al abuelo.

La abuela sostiene a duras penas a aquella mini tormenta, mientras saluda al abuelo. Le es difícil controlar a la nena, quien se agita y amenaza con escurrirse con rapidez por la gran escalera para abrazarlo.

´´¡Polvorín!» grita el viejo y su carcajada resuena incluso a varias cuadras de distancia. La nieta sonríe franca y fresca, expectante y emocionada: el abuelo llegó a casa, comenzó la fiesta.

Cuando se abrazan, ella se calma, como siempre, y no se le despega hasta que no se le desacelera el corazón.

Y ahora que él está a punto de irse, ambos se recuerdan de la misma forma tierna y dulce de ese tiempo de su infancia: ella así de niña y él así de abuelo…

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