Nos encanta vernos reflejados en nuestros hijos, darles consejos que nunca nos dieron y libertades que nunca nos permitieron.

Nos creemos mejores educadores que nuestros antecesores, pero un día te sorprendes repitiendo las mismas frases que oíste de ellos y se te desmontan los argumentos, te sientas donde pillas, con los ojos abiertos como platos y finalmente admites la evidencia con resignación, te has convertido en lo que querías evitar: tus padres.

Los abuelos son otra cosa.

Mi abuela siempre ha vivido cerca de nosotros.

Recuerdo que de niña cuidaba de mí cuando mis padres estaban trabajando. Ella me enseñó que leer puede ser una aventura cuando, a escondidas de mi abuelo, me traía sus novelas pulp de a duro. Crecí leyendo LaFuente Estefanía, Corín Tellado, Sidereo, Clark Carrados…hombres  duros, mujeres en peligro y villanos que obtenían siempre su merecido.

Si el abuelo se enteraba se ponía hecho una furia. En primer lugar porque “esa no era lectura para una niña” y en segundo lugar por temor a perder su colección entre el ir y venir de mi casa a la suya.

Ella no me contaba cuentos sino fragmentos de su vida que  adornaba de manera fantástica.  Hablaba de la guerra civil, de cómo cuidaba de sus hijos mientras la mula llevaba su carro de pueblo en pueblo, de una vida austera pero feliz.

Utilizaba las plantas para tratarnos cosas sencillas, quitaba verrugas con rezos sin sentido y otra clase de rezos ambiguos donde mezclaba dioses paganos y cristianos.

–   “Dios de las alturas, haz que se embarace la hija de Manuela y bendeciré tres veces tu nombre. Si no, pondré tu imagen cabeza abajo hasta que lo hagas”.

Estos últimos, con amenaza incluida, hacían que me planteara si el poder de mi abuela era tan grande o más que el del dios al que invocaba.

Cuando me independicé, siguió cuidando de mí. Venía cuando no estaba y arreglaba las cosas que yo dejaba desordenadas. Al principio me desconcertaba encontrármelo todo cambiado de sitio, pero pronto descubrí que había sido ella al reconocer su aroma cálido a manzanilla y magdalenas recién hechas.

En una ocasión estaba en casa con una amiga estudiando para un examen. Habíamos dejado en el fuego una cafetera y seguimos haciendo esquemas mientras se hacía el café. Se nos olvidó por completo y al cabo de casi una hora nos acordamos. Fuimos corriendo a la cocina y para mi alivio la abuela había retirado la cafetera del fuego y nos esperaban dos tazas de café humeante en la mesa.  Yo sonreí pero mi amiga me miraba sin comprender. Traté de explicarle, pero ella sabía que mi abuela había muerto hacía dos años y se fue de mi casa horrorizada.

No le di más importancia, ¿qué hay de extraño en permanecer al lado de los seres que amas?

A veces noto ese aroma cerca de mis hijos y me siento a contarles las historias que ella me contaba, nuestra historia familiar, la mía…la suya.

FIN

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