Sumida en la penumbra de la habitación, una figura alta y con gabardina, permanecía sentada en una mecedora.

Nunca había sido un hombre valiente. Desde pequeño le inculcaron el terror  al fracaso,  lo que le llevó a una total sumisión a la jerarquía.

Su padre dirigió con firmeza su infancia y primera juventud. Más tarde, le matricularon en la Facultad de Derecho para continuar con la tradición familiar, destruyendo sus deseos de estudiar  Bellas Artes.

  Se sentía como James Stewart en “Qué bello es vivir”. Pero él no tenía  la capacidad intelectual de su hermana, ojito derecho de su madre. De modo que, al terminar sus estudios con un expediente mediocre, cuando un amigo le comentó que necesitaban comerciales en su agencia de seguros, no dudó en aferrarse a esta posibilidad para escapar de casa, aunque con ello rompiera el corazón de su progenitor.

 

No disfrutaba con su trabajo, ni tampoco lo pretendía. Su carácter dócil era aplaudido por sus superiores, pero, celosos de su posición, cuando surgía alguna vacante de Jefe de Ventas, vetaban sus esperanzas de progreso, amparándose en su débil entereza.

  Por otro lado, sus compañeros, lo excluían, al interpretar su excesiva implicación en el trabajo, como un ataque a su “integridad” profesional.

  Aguardaba pacientemente a los martes. Ese día subía los balances a Esperanza, que trabajaba en la segunda planta. Menuda y con gafas de pasta, levantaba la vista del monitor y le saludaba con un coqueto guiño que alentaba su rutina semanal.

  Algunas tardes coincidían ante la máquina de café y comentaban el último partido de su equipo de fútbol. Poco a poco, esos encuentros dejaron de ser tan fortuitos. Para estas ocasiones, a su camisa de cuadros y al pantalón de pana color mostaza, acompañaba unas gotas de perfume. Tardó casi seis meses en pedirle una cita.

  Pero las desgracias entraron en su hogar en los días de una ya lejana Navidad. Frente a una mesa escasamente decorada, y ante la atónita mirada de los comensales, se desarrolla la escena:

–  Tengo Cáncer y me han dado seis meses de vida- suelta su madre de sopetón, mientras unta una tostada con paté de hígado.

Su padre nunca lo superaría. Así, tiempo después, tras un sonido ronco en el despacho, sería él quien descubriría la pistola que yacía en el suelo junto al escritorio.

Ahora, en la soledad de su apartamento, vuelve a evocar como el destino puso en su camino a aquel conductor suicida en la autovía, como Esperanza olvidó abrocharse el cinturón de seguridad, como se desentendió su compañía de seguros y aquella carta donde se le comunicaba que, por motivos de ausencia injustificada, prescindían de sus servicios en la empresa…

Desde donde nos encontramos, una hiriente carcajada escapa a la  luz del mediodía. Minutos después, nadie repara  en una alta figura abrigada, que aparece en el recibidor del edificio y que se mezcla en el bullicio de la ruidosa ciudad, mientras comprueba nerviosamente el artilugio que guarda bajo la gabardina.

     FIN

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