La construyeron poco antes de que yo naciese por lo que, ya en mis recuerdos más antiguos, las
tablas habían perdido el barniz y dentro, las arañas ya habían empezado a tejer sus telas. A pesar
de esto, no recuerdo un hogar más acogedor que la casita de madera junto a la huerta.
Mi padre y el tito Arturo, que en realidad era mi padrino, se encargaron también de decorar el
interior con papel pintado y hasta teníamos bombona de gas y una vieja tele en blanco y negro.
Los fines de semana dormíamos todos ahí. La tía y mi madre se encargaban de cocinar mientras
que los demás trabajaban en la huerta. Yo, simplemente, me dedicaba a ser feliz, como cualquier
niño de esa edad hace.
En el verano de mis doce años ocurrió algo y dejamos de ir, todos juntos. Cuando nosotros
estábamos, mis padrinos no y sin embargo sabía que ellos habían estado ahí por algunos
detalles; una manta fuera de su sitio, el café en el bote que iba consumiéndose demasiado
rápido…
Los niños no son tontos. Perciben las cosas. Sin embargo los adultos nos empeñamos en buscar
respuestas sin sentido a sus preguntas. Y fue lo que mi madre hizo conmigo, dejándome dudas
que iba olvidando poco a poco, junto a sus caras.
Los fines de semana se convirtieron en una escapada al mes y luego, una vez cada tanto, justo
cuando las mil cosas de la vida nos dejaban un momento libre. Mientras la huerta se llenaba de
malas hierbas, yo me hacía mayor. Cuando el papel pintado empezó a desprenderse, dejando al
descubierto las tablas agujereadas por las termitas, ya estaba estudiando en otra ciudad. La
última vez que vine aquí fue poco después de haber conocido a Adriana. Nos acostamos con las
ventanas abiertas para dejar que el ambiente se aireara y esa noche, entre las sábanas que olían
a naftalina, la casita de madera me dejó su último recuerdo. El más hermoso.
Ahora camino entre los escombros buscando algo de aquellos días perdidos. Debajo de una tabla
de madera veo una vieja foto. Me inmortaliza en el día de mi primer cumpleaños entre los brazos
de mis padrinos detrás de una enorme tarta de nata. Al mirarle a él, al ver sus ojos líquidos,
también mi vista se vuelve borrosa hasta que una lágrima cae sobre esas dudas sepultadas por el
tiempo. Doblo la instantánea y me la pongo en el bolsillo. Miro alrededor, más allá de los
escombros. Donde antes estaba la huerta ya han empezado a construir. El edificio constará de
siete plantas con un total de catorce apartamentos. Pronto se llenarán de gente, parejas o
familias, cada una con su historia que contar. Cada una con su verdad que esconder.
Y la mía solo será una más entre estas.
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