Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento (sí, en serio), mi hermana y yo recordamos ese día remoto cuando fuimos a conocer la tumba de nuestra madre. Alguien tomó la fotografía del momento en que juntas escribíamos sobre la tierra no se sabe qué cosa y quedó atrapado el instante sublime que entonces pareció trivial.

El pelotón no era tal o sí lo era. Era la convicción de las batallas perdidas, el castigo mortal por haber nacido, la despedida entre Beatriz y nosotras, sus afligidas hijas. El lugar era un bosquecito, con lago y todo, en las cercanías de Bogotá, donde dejamos sus cenizas, donde habíamos estado de paseo en el tiempo de la foto y el que ella había elegido para su reposo final.

Miré la escena y me llené de presagios. Con la ilusión de que el instante tuviera visos de epopeya y alcances de profecía, le pregunté a mi hermana si recordaba lo que para mí era un enigma causado por el olvido: qué habíamos escrito sobre esa ─ahora─ sagrada tierra. Quería que me respondiera que las palabras habían sido premonitorias, definitivas, acaso mágicas, cargadas de trascendencia. Quería creer que nos anticipamos al destino e hicimos algo tan lleno de misterio como conocer el hielo.

Ella me dijo la verdad: que habíamos escrito nuestros nombres. ¿Qué originales, no? Después de que lo dijo ya no hubo más histeria; la ilusión no pudo contra la memoria. Nada de avistamiento, nada de inspiración divina, nada de nada. La discreción, la irrelevancia de la fotografía así lo demuestran.

Es que aunque lo disfracemos de tratados, de poesía, de relatos inesperados, de obras fundamentales, nunca podemos escribir otra cosa. Somos irremediablemente testimoniales de nosotros mismos. Cuando mucho, como en el comienzo de este relato, atinamos a escribir el nombre de algún otro que nos marcó la vida.

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