Las abuelas decían que no nos bañáramos después de comer porque podíamos morir de un corte de digestión. Nos aburrían con la murga de que no salpicáramos, no nos lanzásemos de golpe, ni de cabeza, ni de espaldas, que no pasáramos demasiado tiempo dentro del agua, ni peleáramos, ni jugáramos a tiburones, ni sirenitas. Ahora no me parece nada sensato, pero en aquella época había que disimular, además, lo del colapso digestivo nos tenía tremendamente preocupados. Nosotros procurábamos hacer lo que nos viniera en gana. Bendita infancia.
El verano se llena de nostalgias. Vine con Lola a su pueblito porque tiene que resolver unas herencias y empaquetar vidas ya difuntas. Yo frecuento la piscina municipal. Por el azul, las geometrías y la zafia asistencia, me recuerda a la piscina del pueblo de mis primos. Esa era manchega y gritona, estaba desconchada, sucia y había nidos de avispas. Cuando íbamos solos hacíamos todo lo que las abuelas no recomendaban. Nos queríamos y jugábamos, los veranos eran simples y honestos. Aquí los niños también saltan, se empujan con una soberbia genética, luminosos, rebelándose contra sus abuelas. Los adultos se quieren peor y juegan menos. Totalmente insensato.
Mis primer veraneo fue con mis primos. Nos llevaban a la playa, nos echaban chorretes de protección solar y nos compraban helados y rastrillos de plástico. Luisete nadaba con un caparazón de corcho, a Andrea y a mí nos pusieron unos flotadores que pretendían ser peces. Nos quedaban grandes y teníamos que sujetarnos para no colarnos por el hueco. Mi hermano se esforzaba propulsando su panza infantil. Navegábamos sin rumbo por esa ridícula piscina mientras mi padre nos vigilaba. Un día Andrea se hundió. El diámetro del flotador era demasiado grande y se escurrió hasta quedar suspendida en el agua, por debajo de los demás. Nadie se enteró, fue mi tía la que empezó a gritar desde el balcón y los niños nos pusimos a llorar y entonces mi padre se lanzó al rescate. Cuando la sacó, Andrea estaba tan tranquila. Mi tía, que para el drama es una artista, vociferaba desde la ventana del séptimo. Unos días después yo también quise probar a hundirme, consciente y deseosa de verme sepultada por el agua. Así que levanté las manos y me meneé hacia abajo. Abrí los ojos y vi los pies de mi hermano y el cuerpo de mi padre, el agua era turbia y no sabía qué cosas divertidas se podían hacer ahí. Enganché los pelos del pecho de mi padre y trepé de vuelta arriba. Nadie se dio cuenta y yo también salí tan tranquila.
Con mi cara de pánfila melancólica vuelvo a concentrarme en la piscina que tengo delante. Hay una viejita haciendo largos. Está nadando muy cerca del borde y cada poco se detiene para tomar aire y descansar. Debe de ser difícil esquivar a los niños y mover en el agua tantos años, pero la viejita sonríe.
FIN
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