Solo se oía la voz de la niña y el escupitajo, de la tísica abuela, en el pocillo de peltre cerca del sillón. Era la hora del día cuando el sofocón cubría esas tierras calientes. Los patios de secar café y cacao aromatizaba el sopor.

—Ya está esa vieja escupe que escupe y esa niña insoportable de Martina leyéndole el bendito Cojo Ilustrado. Mamá guarda esa revista como un tesoro porque viene de Caracas con lo último de Europa. Y ni se entera de la guerra que reventó  ayer .—Desde lejos se oía la voz de Inés, la hija mal encarada—. Pasan y pasan cadáveres seguidos de mujeres con hijos en brazos. ¿Y los hombres? Pues, en la guerra. Un Coronel delante y sus peones detrás, junto con unos extranjeros que pululan.

No paraba de hablar. Y, el resto de las cinco hermanas, oían. Bueno, Lourdes bañaba su Virgen del mismo nombre. Una virginal muñeca, de medio metro de alto que la buena de su hermana María trajo cargada, cual procesión, desde la vecina Isla de Trinidad.

—Tienes calor, pero no te preocupes que mamá te bañará y secará en el techo del solar .—Canturreaba la loca Lourdes, la única feliz.

La radiante luz entraba a través de los barrotes de la ventana de barrotes, transparentando las buganvilias. Habían sido plantadas por la abuela, asi como los 7 hijos que tuvo con el  abuelo Francisco, de larga y blanca barba capuchina, la cual trenzaba Martina mientras aprendió a leer. Cualquiera que les viese sonreiría de tanta dignidad que arropaba a esos tres, en medio de la penuria de esos tiempos.

Venían del pasado del cacao, el oro de Paria, Venezuela, lujo  servido del otro lado del Atlántico. Se secaban sobre grandes lajas y a sol parejo, luego viajaban en largas travesías que los agostaba aun mas, doblando se valor. Tierras del norte venezolano de humeantes tazas de cafecito negro y marrón cacao.

La niña leía y la abuela escuchaba. Y aveces la abuela hablaba sobre la familia, con su taza de avena-cacao Fullie.

—Saturnina, mi abuela, dueña y señora de todo.

—¿Y también contaba cuentos? .—preguntó la niña.

—¡Claro! Y no son cuentos. Son verdades. Mi abuela Saturnina tuvo un hijo con un Conde. Y escuché que llegó a esta misma casa presentándose como aristócrata francés, nacido en  Córcega. Elegante y ojos color café aguado, no tardó Saturnina en prendarse él. Y, con 16 años, le tuvo un hijo, que dicho padre no llegó a conocer. Luego, mi abuela tuvo otros dos hijos, una fue mi madre.

—Pero, ¿qué pasó con el Conde?

—Como llegó, se fue. Dicen que se lo tragó la guerra. Quién sabe cuantos otros hijos regó de pura aristocracia .—siguió la voz de la abuela—, Martina no creas todo lo que oigas. Mantén la frente en alto. Estudia, Martina, y serás dueña de tu destino. Recién llegamos al siglo XX.

 El_Cojo_Ilustrado_y_El_Conde1.jpg

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