El artilugio de tres patas

El artilugio de tres patas

Teresa Medrano

11/05/2014

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El fotógrafo, cargado con su artilugio de tres patas, nos abordó en pleno paseo de la playa tangerina.

“Abuelo, un recuerdo con su nieta, para toda la vida, abuelo…”.

Cogidos de la mano, posamos juntos. Mi abuelo era el fiel compañero de aquellos días de mi infancia. Su imagen era sombra de la mía y de su mano iba descubriendo, a cada momento, algo nuevo. Conseguía hacerme sentir importante con sus extensas explicaciones a mis interminables preguntas  y, además, me mimaba como nadie lo hacía en nuestra casa. Cada tarde al volver del colegio, me esperaba en el balcón, sentado y con los brazos apoyados en la barandilla.

“Abuelito, ya estoy aquí, me he peleado con una niña que me quería quitar el cuaderno, y nos hemos tirado del pelo y…”.

“Vale, vale, ahora me lo cuentas, sube, revoltosa…”.

“¿Escribimos hoy al tío de Caracas?”

“Sí, después de merendar”.

Durante las meriendas solíamos tener una discusión interminable. Sobre todo si le veía sonreír ante mis desventuras escolares. Empezaba siempre yo, con el afán de provocarle y el anhelo de mantenernos enzarzados en una inocente terquedad.

“¡El mar no es verde!”.

“¿Cómo que no? Según te adentras en él va verdeando”.

“Que no, abuelito, es imposible. Es azul, yo lo veo azul, eso no puede cambiar por mucho que te adentres…”.

“Esta niña, no me quiere escuchar…”.

Cuando nos sentábamos en el comedor para escribir las cartas a su hijo, me olvidaba de la discusión y me quedaba mirándole . Él comenzaba a dictarme, sufría de Parkinson y el temblor en su mano derecha le impedía escribir, mientras yo le observaba absorta.

“¿Por qué me miras, Mary Tere?”.

Yo le contestaba que me gustaba hacerlo, sin más. Nunca le dije que, en realidad, me enternecía la dulzura de su mirada y que me emocionaba profundamente con la temida idea de que algún día ya no estuviera a mi lado.

Una noche clara con el cielo plagado de estrellas, me alejé de aquella casa, de aquella ciudad donde nací y crecí, cruzando los mares hasta el puerto de Hamburgo. Me encontré, tres días después, con una fría mañana de cielo nublado. Todo auguraba que mi  vida iba a cambiar por completo.

Mi abuelo se quedó con su hermana en Larache, a la espera de que le enviáramos un ansiado billete de avión que le transportara hasta mí.

Sin embargo, a los pocos meses de la llegada, lo que tuve entre mis manos fue un telegrama, un maldito telegrama que decía que mi abuelo había dejado de existir… Y mis lágrimas mojaron aquel papel que nadie conseguía arrancar de mis puños cerrados hasta que mi madre se acercó a mí, y abrazándome, me dio la foto.

Comprendí entonces que nunca volvería a ver a la persona que yo más quise en mi infancia, pero esa foto se convirtió en un recuerdo para toda la vida, como ciertamente adivinó el fotógrafo que cargaba aquella mañana con su artilugio de tres patas.

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