En un hogar cuyas paredes de barro y alcobas sin ventana acunaron a la larga lista de hijos que vino a traer al mundo mi pequeña abuela, nacieron, con tan solo un año de diferencia, mi madre y mi tía Loles. Supongo que ser las últimas de diez hermanos fue el motivo de que estuviesen unidas, sin embargo no hay en el mundo dos mujeres más diferentes.
Loles siempre fue una niña alegre, más parecida a su propia madre, con un carácter cariñoso y risueño. El carácter de mi madre era más triste y reprimido, y por desgracia había heredado el fuerte temperamento de mi abuelo José que aún hoy incluso, se vislumbra a pequeñas ráfagas en mí.
Loles se casó con su novio de toda la vida. No por ello las malas lenguas de un pueblo tan pequeño se callaron. El carácter coqueto de mi tía en aquellos días no era bien visto.
Sea como fuere, junto a su marido, comenzó a construir su hogar llegando a tener tres niñas preciosas. Mis primas preferidas.
Marta y Elena eran gemelas, y tenían cuatro años más que la más pequeña de mis primas, mi querida Blanca.
Vivían en una casa enorme y algo destartalada, junto a una estación ferroviaria. La casa estaba sin terminar todavía. Así que recuerdo cómo jugábamos entre las habitaciones sin acabar y la escalera sin barandilla, que también me daba un poco de miedo. El tren pasaba muy cerquita, y a veces por las noches, inventábamos historias sobre a dónde nos llevaría.
Años después, cuando Marta dijo que se casaba, habrían de derribar otra vez paredes en la gran casa de la estación porque ella quería vivir en el hogar familiar. Por aquella época Blanca y yo estuvimos más unidas que nunca. Las dos soñábamos con irnos a la ciudad a vivir juntas.
Suerte que mi tía Loles nunca fue una mujer que se agobiase demasiado porque las obras parecían no acabar jamás. El piso de arriba se agrandó, se pintó de colores muy vivos y se trajeron unos muebles desde la India.
Una mañana de caluroso verano nos despertó el teléfono. Mi prima Marta, que cada mañana salía a trabajar y cruzaba la vía había sido atropellada por un tren.
La niebla de aquella mañana inundó los días venideros en la casa de la estación.
Mi tía nunca volvió a ser la misma, y Elena tuvo constantes crisis de depresiones. Siempre dijo que «ojalá hubiese muerto ella y no su hermana». Tanto lo dijo, que diez años después, sería ella quien se colocase delante del tren que se acercaba para acabar con su vida.
Eso pasó hace mucho tiempo, y un buen día, me enteré por una mala lengua que mi tía cuando joven fue infiel a su novio cuando estaba de servicio militar y las dos gemelas no eran hijas del matrimonio. El tren se llevó el secreto.
Yo cumplí mi sueño de irme a la ciudad, Blanca aún escucha el tren cada noche. Fin.
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