Verdades de familia.

Verdades de familia.

F. Javier Valero

10/05/2014

Llegan al campo donde Julio recogía esparto de niño. Su hijo Mario le observa agacharse, sesenta años después, sobre las matas. Las acaricia con ternura, como cabellos de un ser querido. Murmura unas palabras, a pesar del viento Mario puede escucharlas:

-Aquí me la mataron.

-¿Aquí qué, papá?

-Aquí, aquí me la mataron.

Mira a su padre, aún no comprende como nunca se resolvió el crimen.

-¿Y qué fue de la sorda?  

-Desapareció del pueblo, se casó y se fue a Barcelona. Hace un tiempo me dijeron que murió bastante jodida. No se la pudo meter en la cárcel por lo de tu tía pero tuvo castigo, estuvo enferma muchos años. Así se pudra en el infierno.

La historia es una verdad incuestionable en la familia, pero Mario nunca ha tenido claro que la sorda matara a su tía. Las verdades no tienen versiones; la sorda le lanzó una piedra que no apareció, o la empujó con muy mala fortuna, o le golpeó la cabeza una y otra vez contra la piedra sobre la que cayó… Así fue. Todo es verdad.

Los viejos del pueblo dicen que la muchacha era floja para el campo, que no todos soportaban sobre el lomo el peso del sol; desfalleció como un mulo enfermo y cayó con la peor de las suertes. Fue la sorda quien la encontró y corrió a pedir ayuda. Gritaba a su manera, gesticulaba, gruñía. No sospecharon de ella a pesar de que se las había visto, ese misma mañana, pelear por un mozo al salir de misa.

Julio está orgulloso de tener un hijo abogado, entonces no pudieron permitírselo. Pero Mario cree en la presunción de inocencia y se cuestiona, desde la carrera, la verdad de la familia.

-¿Y si no fue la sorda, papá?

Julio le responde sin levantar cabeza:

-La sorda tenía mala hostia… –la voz cruje como piedra que se parte -Ya en la escuela no se podían ver, la María se reía de ella… -no llega a sonreír, una grieta atraviesa su rostro –No se la entendía cuando hablaba, pero esa tarde… ¡la María se ha muerto, la María se ha muerto…! Qué claro lo dijo. Sorda… dar pena, eso era lo que le gustaba. De matarla venía. 

-¿Y por qué no pudo probarse…? -ya no puede parar, lleva años pensando en esa hipótesis -Papá, tú eres diabético, a lo mejor ella también y nadie lo sabía. Pudo tener un  bajón de azúcar y caerse. A ti te ha pasado.

Julio se encoge de hombros. Su mirada recorre la silueta plana, al final de la piedra la mata de esparto. El cuerpo recio de su hermana, los cabellos ásperos. Niega con la cabeza. Traga saliva, quina.

-No digas tonterías, fue la sorda.

Mario apoya una mano sobre el hombro de Julio, agacha la cabeza y, bien alto, sentencia:

-Así se pudra en el infierno.

Mira al cielo, ¿le habrá oído la sorda? 

Se lleva a su padre de allí.

Fin

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