Apretando los ojos cerrados con fuerza, soplo mis seis velas como si al dejar de verlas comenzara a apagarlas.
Me deslumbra y me desvela la idea de pasar una velada en manada. Me despierto frotándome los ojos tan fuerte que prendo luz en ellos. Somos uno; momentos distintos del mismo cuerpo. La voz deslenguada que grita ¿Quieres? a la cámara ofreciendo su plato intacto. La escucha cercana, sin miramientos, necesaria para que la broma de la voz surta efecto, mientras con su cuchara rasca la superficie. De fondo la apacible tranquilidad de tener un pedazo que llevarse a la boca y compañeros con quién hacerlo. El gesto simiesco de enseñar el bulto de la comida en el labio como desafío burlesco a la autoridad. Y yo, la mirada ubicua, con el último bocado en la boca, risueño, devoro la escena olvidando que mi padre, el fotógrafo, siempre me dice que no coma tan deprisa.
Me ofusco en el odio de sentirme solo rodeado de gente. La voz que gritaba en el cielo nublado se escurre y cae arrollada por un teledirigido cuyo mando se sale del plano. La escucha cercana ahora le clava su mirada y se parte de risa mientras parte su trozo del pastel. La tranquilidad de fondo come indiferente; el muerto al hoyo y el vivo al bollo. El desafío simiesco a la autoridad se despista y atonta. Miro, sombrío, mi plato vacío y lo agarro cual volante o como la esfera del reloj de cartón que marca las horas a voluntad. Me siento solo y ofuscado porque ni siquiera yo puedo entender que mi padre con su foto me ha convertido en poeta y vidente. He mirado al sol y he visto la fecha exacta de su muerte.
Apretando los ojos cerrados con fuerza resoplo ante el último aliento de mi padre como si pudiera insuflarle vida de nuevo. No quiero verlo morir porque ya lo he visto desde que tenía seis años, que es la edad en la que los niños comienzan a dejar de creer que la muerte no es definitiva, lo he visto en mis sueños que me repetían la absurda frase “Semana semanadora”, en mis cuentos de cuenta atrás, en mi prisa al comer y al cagarla, en mi conciencia despierta –a las doce de la mañana creí que moriría a las tres de la tarde y murió a las tres y media- en aquel reloj de papel, en aquellas fotos, en el 33 de la sudadera de mi primer mejor amigo, en mi 33 cumpleaños en el que decido, por primera vez, no comer tarta ni celebrar nada, dos semanas antes de que mi padre muera. Murió, embargado por una poética lucidez consumida hace mucho tiempo, en una semana antes de Semana Santa a los 77 años.
Todo aparece claroscuro.
Cuando cae el ser querido que te ha teledirigido y te encuentras solo al volante, te pierdes en una crisis profunda… que no es otra cosa que tu libertad de ser.
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