Varios años después, cuando supimos, entendimos algo  del  andar y desandar  la vida. Ahora que comprendemos casi todo, solemos conversarlo con mamá.

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Las vacaciones de invierno nos resultaban interminables.  Cada julio, mi hermana Anita, mamá y yo,  viajábamos cuatrocientos kilómetros, y cuando llegábamos todo se repetía, como el silbato agudo  del tren en cada estación.

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Con el pañuelo atado en la cabeza, su batón de lana gris y olor a jabón blanco, las  alpargatas  gastadas de tanto lidiar con la tierra,  la azada en mano  entre hojas  mustias que amarilleaban la quinta, su mirada  celeste  tristona, líquida casi ausente, mi abuela Julia,  de pocas palabras y apenas audibles, trabajaba de sol a sol. Nunca la vi sonreír. Cada atardecer, con su paso cansino se aproximaba al ombú y  durante un  rato  observaba el rosal.

Haciendo bromas con mis dos  tías, mis cuatro  tíos y mamá,  en  aquella mesa larga con mantel de hule a cuadros, el pucho en la boca ladeado hacia la izquierda y humeando, entre partidos de truco y  mate, esperando que la abuela terminara  los pasteles con dulce de membrillo, la voz ronca de  mi abuelo Pedro  retumbaba ¿para cuándo mujer? y  entre risas, envido y quiero retruco las tardes se eternizaban.

La abuela se mantenía al margen de esa  especie de celebración familiar, y,  cuando se  hablaba del tío Luis, a quien sólo habíamos visto en fotos, se hacía un silencio de iglesia,  ella  se refugiaba  en  su cuarto,  y ahí se quedaba hasta el día siguiente sin siquiera encender la luz.

Sólo una vez pregunté por el tío. Mi tía Marta me sentó en su falda y me dijo que se había ido de viaje muy lejos.  “¿Y se fue con una mujer? / Eso nadie lo sabe, Perica. Nadie…/ ¿Por eso la abuela está triste?/ Sí es por eso, pero vos no te preocupes, y andá afuera a jugar con tu hermana, ¿sí?”.

 —Para mí está preso –me dijo Anita– escuché al tío Raúl  hablando de cuando vino la policía y que la abuela les pegó con la azada. Lo que no entendí es lo de la ambulancia.  Eso sí, cuando se lo llevaron, nadie pudo calmar a la abuela. El tío, seguro, debe estar en Sierra Chica, con todos los presos.

 Fue en el velorio del abuelo que intuimos. La abuela, ya no parecía triste, se despidió del abuelo con dulzura y  palabras apenas audibles. “Gracias Pedro. Por fin Luis ya no va a estar solo nunca más”

Oscurecía cuando llegamos a la casa de la abuela después del entierro.  Nos quedamos  mirándonos  sentados alrededor de aquella mesa larga, la abuela sacó una carta de un sobre ajado y se la dio a Raúl.  De a uno y con lágrimas reprimidas  leímos la despedida de  Luis. Escrita aquel día que en el ombú, decidió  irse para siempre.

 Fue la abuela quien rompió el silencio. En calma pero animada  comenzó a preparar aquellos  pasteles con dulce de batata,  que tanto  le gustaban a Luisito. 

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