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Tarde solemos darnos cuenta de que nuestros padres, antes de serlo, fueron hombres y mujeres. Vemos el rol sin reparar en la persona que lo cumple. Los necesitamos imperiosamente de niños, los juzgamos de adolescentes, los denostamos de jóvenes.  Pero, si antes no se han marchado,  aún nos queda la oportunidad de aprender a amarlos de adultos. Pero casi siempre ya es tarde cuando descubrimos el lugar que ocupaban en nuestras vidas. Tarde reconocemos sus sacrificios y tarde también comprendemos sus miedos, sus sueños, sus fracasos. Tarde les confesamos nuestro amor  al pie de aquel lugar donde ya no pueden escucharnos. Tarde les agradecemos habernos dardo lo que supieron darnos y que jamás fue poco. Sí, casi siempre es demasiado tarde cuando descubrimos que sencillamente fueron tan humanos como nosotros.

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