Nos reuníamos todos los sábados a la misma hora. Me esperaba justo a la sombra del roble que nos vio crecer. Era uno de los pocos lugares que el pasó del tiempo no sepultó en el olvido.
–Hola Alfredo.
–Hola «Ratón» (le encantaba llamarme por el apodo que me había puesto nuestro padre).
–Aquí tienes -le fui entregando lo que rutinariamente pide cualquiera que vive en la calle: un jabón, una toalla, un poco de dinero, una libreta, un par de bolígrafos, camisa y pantalón y por supuesto tiempo para escuchar su incoherente actitud de la vida.
-¿Y los cigarrillos?
-No fomento los vicios.
–Pero tendría que sacrificar el dinero de la comida.
–Tu decisión no la mía.
Y así pasaba la mañana escuchando su frustrada incapacidad de incorporarse a la sociedad.
-¿Sabes qué? -me dijo sonriendo. Voy a ser invisible.
-¿Invisible?
–Ya verás. Me burlaré de la gente. Me pasearé entre todos los inútiles que desperdician sus vidas en tareas que nada aportan a la vida. !Imbéciles autómatas que han vendido su alma al dinero! Yo no. Yo soy libre. Yo vivo en la calle. Nadie sabe de dónde soy ni de dónde vengo. Solo me falta ser invisible.
–Entonces, ¿para qué quieres la libreta?
-Para escribir. En estas libretas desnudo el alma. Dejo una huella de ésta mi efímera existencia en la vida.
–Quiere decir que nunca serás invisible.
–Seré invisible como lo es para mí García Márquez, Cortázar, Sábato. No los conocí y para mí no existen. Solo sobreviven sus escritos.
Esa fue la última vez que platicamos un sábado de tantos otros. Luego desapareció y a pesar de yo ir todos los sábados al acostumbrado punto de encuentro nunca apareció. Así pasaron los meses.
Un día entre semana me lo encontré sentado en la acera pidiendo dinero. Estaba cabizbajo, sucio y descalzo. Los brazos estaban cubiertos de salpullidos aparentemente causados por las picadas de las inmisericordes hormigas. Aquel hombre no era ni la sombra de lo que una vez fue. La gente le pasaba por el lado sin detenerse a ayudarlo. Para todos era imperceptible, inexistente.
Me agaché frente a él y le dije – Puedo verte.
Me respondió -Dame dinero.
Le entregué todo el dinero que tenía. Se levantó y desvaneció entre la multitud. Nunca lo volví a ver.
Con el pasar del tiempo me encontré´con un viejo amigo quien me dio el pésame por la muerte de mi hermano, «aquel que vivía en la calle». Pregunté detalles y me comentó que un automóvil lo atropelló en tempranas hora de la mañana. Al parecer no lo vio.
Ese fue mi hermano. Logró su sueño. Logró ser invisible. Le sobrevive el árbol de roble, la sombra y algunas de sus libretas.
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