La encontré en una feria de antigüedades, dentro de una caja metálica y roñosa entre otras también en blanco y negro. En el mismo tenderete adquirí un marco de plata con incrustaciones de azabache y antes de salir del recinto ferial encajé la foto en él. Quedaba bien. La coloqué en mi salón y aunque contrastaba con el resto del mobiliario moderno y minimalista las visitas comentaban que en ese contraste residía la esencia de la nueva decoración. Era una foto de grupo, de parientes adolescentes y niños, primos o hermanos. Uno de ellos montaba en un triciclo y la más pequeña mecía a una muñeca. Por sus vestimentas deduje que eran gentes de principios del siglo veinte. Comencé a llamarles mis antepasados y mis amigos asimilaron esa información como real. Aquel retrato parecía llevar toda la vida sobre mi estantería de Ikea y tras unos meses ya nadie recordaba que no era así. Compré otras piezas antiguas y mi casa dejó de ser un cubículo blanco.
Conocí a un chico interesante. Asistíamos al mismo club de lectura y solíamos quedarnos a tomar una cerveza al terminar cada sesión. Era más joven que yo y desde el primer momento se estableció entre nosotros una familiaridad poco frecuente entre desconocidos. No era guapo pero despertó en mí un deseo repentino que nos llevó a la cama en nuestra tercera cita. Terminábamos el debate en el club de lectura y corríamos a su apartamento poseídos por un ímpetu de besos y caricias. Tengo la impresión de conocerte de toda la vida, me dijo una tarde arrebujados los dos entre las sábanas y exhaustos tras nuestro enésimo lance amoroso. Eso es lo que les ocurre a las almas gemelas, le contesté con mis ojos prendidos de sus rizos.
Le invité a cenar en mi casa. Siempre habíamos terminado en la suya y quiso conocer dónde vivía. Había preparado pastel de berenjenas. Al principio no supe qué ocurría.Sus brazos desmadejados se le habían pegado al tronco y una parálisis fofa le varaba ante la estantería de Ikea. ¿De dónde has sacado esta fotografía?, me preguntó lívido. Son mis antepasados, le contesté sorprendida por su comportamiento. Cogió el marco y se adentró con sus ojos en el blanco y negro remoto de aquellos desconocidos. No me tomes el pelo, ¿es una broma, no? y se dejó caer en el sofá con una mueca curvando sus labios. Por eso es como si te conociera de siempre, añadió enigmático. Esa noche hicimos el amor frenéticamente, una energía telúrica invadía mi casa.
Al poco tiempo sus padres quisieron conocerme. El caserón familiar remataba una calleja empinada en un pueblo serrano. ¿Eres de los Oliveira o de los Castelar?, me preguntó su madre nada más saludarme. Ya nos ha contado Alberto lo de la foto. Mira, ésta es la copia que heredé de mi madre, como la tuya. Oliveira, respondí en un susuro denso como el tiempo y después enmudecí hasta los postres.
FIN
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