Hoy, durante la hora que ha durado mi visita, ella ni siquiera me ha reconocido.
Se ha quedado mirándome fijamente las manos durante un tiempo y después ha cerrado los ojos desconectándose completamente del exterior y sumiéndose en su mundo particular: un espacio recóndito y distante que a mí se me antoja brumoso y grisáceo, en medio de un lugar sin nombre y apartado de cualquier recuerdo.
He empezado a sentir que me faltaba el oxígeno y que un extraño lazo me apretaba la garganta. Después no he podido reprimir el impulso de abandonar deprisa su habitación, escapando de su presencia inerte.
Cada vez que salgo del hospital me hago la misma pregunta: ¿por qué a ella? ¿Qué pudo desencadenar esa terrible enfermedad que borra todo lo vivido? ¿Podría yo intentar rescatar alguno de sus recuerdos alegres para traerla de nuevo hasta aquí?
Sin darme cuenta me he venido andando hasta la vieja casona donde vivió y de la que sigo teniendo la llave. Sin saber muy bien por qué, abro la puerta y empiezo a deambular por las habitaciones en penumbra.
Ella tenía un joyero en forma de baúl donde guardaba sus recuerdos más queridos. ¿Dónde habrá ido a parar?.
Me voy directo a su alcoba y abro su armario. Después el aparador. Por último la cómoda. ¿Y si estuviese aún guardado aquí?
En el interior del último cajón aparece un pequeño baúl, en cuya tapa permanecen incrustadas pequeñas conchas marinas, desgastadas por el paso del tiempo.
Cuando yo era pequeño, mi abuela me contaba viejas historias de su familia mientras iba sacando de su baúl sus objetos más queridos, extendiéndolos con cuidado encima de la colcha de seda de su cama de matrimonio.
Todavía tengo la misma sensación de volverme de pronto niño al acercarme a su joyero.
Me siento nervioso por pretender hurgar en sus recuerdos, aunque necesito encontrar algo que la devuelva al mundo real.
De pronto me viene a la memoria una vieja fotografía de mis abuelos muy jóvenes con su primera hija en brazos. Estaban los tres paseando por el Parque del Retiro en medio de una avenida jalonada de viejos olmos. Ella siempre decía que era su foto predilecta porque se la hizo durante la época más feliz de su vida.
Después de buscar y separar durante un largo tiempo los muchos recuerdos dormidos, por fin la encuentro. Está guardada dentro de un sobre color sepia, apartada del resto de fotos familiares.
La saco con suavidad y la sostengo nervioso entre mis dedos.
Paso suavemente la yema del dedo índice por su contorno, ribeteado por ese dibujo de ondas y picos de casi todas las fotos antiguas.
Cierro los ojos.
Vuelvo a mi infancia.
El tiempo retrocede instantáneamente y creo oler el perfume de agua de jazmín de mi abuela y el intenso aroma de agua de sándalo de mi abuelo.
Mañana volveré al hospital con esa fotografía en mi bolsillo.
Ojalá viéndola, pueda recordar quien fue y sus labios dibujen una sonrisa.
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